Podríamos decir que la Guatemala actual es una especie de democracia dirigida y un ensayo de nación de naciones con varias formas de exclusión inscritas en sus diseños históricos. Paradójico. Pensemos en la independencia criolla de 1821, en la revolución liberal de 1871, en la traición de Carlos Castillo Armas (1954) o en la afirmación neoliberal de Álvaro Arzú (1996-2000), apenas maquillada por un proceso de paz demasiado incompleto.
Hoy la intromisión de intereses ajenos a las necesidades y a los sacrificios de las mayorías guatemaltecas se llama Plan Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte, el cual gira incontestado ante la complicidad de nuestros gobiernos de turno.
La consigna es «proteger el crecimiento económico» para desincentivar la migración y combatir la violencia, pero se apuesta por un incremento en indicadores metálicos, no por la mejoría real en términos de bienestar. Además, se espera que el crecimiento económico sea bueno para todos[1] de manera natural, sin abordar científicamente el origen de la desigualdad y sus efectos.
Esta visión es producto directo de la narrativa de la globalización, sin un matiz que la haga accesible y relevante al guatemalteco profundo[2]. O sea, se vive para atraer inversión extranjera, generar empleos formales y garantizar la seguridad y la certeza jurídicas. Pero poco o nada se habla de proteger la tierra y la comunidad. De pluralizar el instrumento político. De democratizar el acceso al capital, desconcentrar las oportunidades o aumentar la inversión social.
Mucho menos de encaminarnos hacia una reconstitución del Estado social de derecho.
Bajo el pretexto del desarrollo se acepta casi todo, supeditados de lleno a aquella versión de éxito que se puede reducir a datos macroeconómicos. Tales son los aforismos del optimista racional.
Vemos cómo la exclusión sistemática de la mayoría del sistema político doméstico se refleja en una política exterior que ignora las causas de la pobreza y la falta de habilidad de nuestros ciudadanos para forjar vidas felices por más que se esfuercen[3]. Indudablemente, hemos sido un país sumiso ante las dinámicas externas. Los intentos por articular identidad e ideología domésticas, sin ir muy lejos, están siempre marcados por lo que sucedió durante la posguerra y la guerra fría[4]. Por eso hablamos más de capitalismo versus comunismo que de cosmovisiones ancestrales o de integración centroamericana.
Nos queda como recuerdo que Guatemala pudo ser, en aquel entonces, un actor un tanto rebelde en el plano internacional por oponerse soberanamente a las guías de desarrollo socioeconómico dictadas por Estados Unidos y por su bloque y que, consideradas ampliamente, serían conocidas años después (1989) como el Consenso de Washington[5]. Ahora, en cambio, la subordinación es cada vez más sofisticada[6].
Y si nos hemos convertido en una especie de franquicia ideológica en lo colectivo, también es cierto que hemos llegado a ser ermitaños espirituales y emocionales en el plano individual. Desconectados unos de otros e indiferentes ante nuestra responsabilidad histórica. Seguir así no es atractivo ni viable. Nos toca trabajar viendo hacia dentro del país en fuerte alianza con esta generación cívica, que votará por primera, segunda o tercera vez en 2019.
De hecho, existen organizaciones variopintas y enérgicas que trabajan por constituirse y abrir el espectro político electoral. Entienden que la participación es la única manera de transformar la realidad y ofrecen espacios para involucrarse.
Pero ¿podemos pensar en una diplomacia multilateral que responda verdaderamente a la ciudadanía guatemalteca? Dicen algunos que sí: acuerdos ad hoc que respeten los mercados internos, mayor integración de Centroamérica y de Abia Yala, poder blando y diplomacia cultural, turismo sano, pactos de cooperación técnica, atención al migrante en el extranjero, un plan guía para la Cicig a largo plazo, etc.
La idea es que nuestro presidente no tenga que viajar a Washington (o a Miami) a cada rato para reafirmar su lealtad a intereses concebidos en otro lugar y por otras personas. La idea que alumbra el camino es esa de que todas las naciones guatemaltecas sean dueñas de su propia historia y de su propio destino.
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[1] Ver trickle-down economics, sobre todo en relación con teorías de reducción de impuestos y de recorte del gasto público.
[2] La guerra fría tardía también aportó decisivamente a la formación de las cosmovisiones internacionalistas actuales. Con un líder consolidado y abanderando la derecha mundial, esbozando teorías de libre mercado, derechos humanos y democracia plena, los Estados Unidos se constituyeron en el polo dominante del mundo capitalista e iniciaron así su Cold War contra los países con tendencias soviéticas, rojas o comunistas. Así quiso justificar su intervención en la política doméstica de Guatemala en 1954, cuando planeó una invasión y un golpe de Estado que terminarían con una década de avances en políticas públicas. Y así se intentan justificar hoy las directrices a su Triángulo Norte.
[3] Como el secretario de Estado de los Estados Unidos, Rex Tillerson, extendiendo su dedo acusador contra las pandillas y las olas de migración ilegal, sin hacer un esfuerzo articulado para abordar la fuente de las pandillas, el lenguaje de la violencia y la búsqueda de mejores oportunidades para desarrollarse. ¿Y Jimmy Morales? Jimmy asiente y sonríe.
[4] Claro, sin obviar el abrupto shock que para las jóvenes conciencias guatemaltecas representó el 2015. Pero me refiero, sobre todo, al movimiento sociopolítico, económico y cultural que ocurrió entre 1944 y 1954, década conocida como primavera democrática y saboteada por intereses económicos transnacionales, y a lo que mal conocemos como el conflicto armado interno, cuando los fundamentos ideológicos de los gobiernos revolucionarios y contrarrevolucionarios fueron alimentados por causas globales y visiones muy particulares de un mundo que se encontraba en guerra fría.
[5] ¿Consenso o imposición? En todo caso, aquella postura arevalista-arbencista se denominaba de no alineación.
[6] Aunque Guatemala ha tenido momentos de oro en su política exterior. Participó activamente en la formulación del famoso Pacto de San José —Convención Americana sobre Derechos Humanos— y fue promotor del proceso de Esquipulas, por recordar algunos momentos. Alguien querrá recordar que fue miembro fundador de las Naciones Unidas.
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