Desde junio de 1991 hasta el 12 de agosto de 1992, los grupos de trabajo se reunieron en 389 ocasiones hasta que por fin el 7 de octubre del mismo año, reunidos en San Antonio, Texas, Carlos Salinas de Gortari, presidente de México; George H. W. Bush, presidente de Estados Unidos; Brian Mulroney, primer ministro de Canadá, y sus respectivos ministros, dieron lugar a lo que se llamó la ceremonia inicial del Nafta. No todos los mandatarios involucrados en este proceso celebraron con la misma intensidad. En la ceremonia oficial, llevada a cabo en Los Pinos, se entonó el himno mexicano inmediatamente después de haber firmado el tratado. Entonces, en ese concreto momento, todos tenían claro que los tiempos habían cambiado radicalmente. El salinato (período presidencial de Salinas de Gortari) celebraba por todo lo alto el cambio de modelo económico creyendo que había enterrado la dependencia petrolera, pero no notaba que estaría consolidando la dependencia comercial.
Veinticinco años después, México propuso llevar esta relación a un nivel superior y comenzar a discutir una interconexión política. Si lo económico había funcionado bien, ¿por qué lo demás no? El Gobierno mexicano propuso la idea de una supercarretera que cruzara todo México y se interconectara con Estados Unidos y Canadá. Incluso postuló la idea de un tránsito agilizado y expedito para los ciudadanos miembros de la zona de América del Norte. La respuesta estadounidense no fue un no rotundo, pero tampoco fue la que esperaba el Gobierno mexicano (en ese entonces bajo la presidencia de Vicente Fox). Estados Unidos diseñó el Plan Alianza para la Prosperidad como el elemento instrumental de la denominada Convención de Monterrey, en la cual estipularon muy clarito que, si México quería de alguna forma integrarse a todos los demás aspectos que el Nafta no postula, debía cargar con el peso y el costo. A diferencia de la práctica en Europa, donde las asimetrías entre los países miembros y los socios aspirantes terminan siendo un compromiso político, en el caso de América del Norte no habría ese beneficio (en razón de la carencia de mecanismos regionales integradores, aspecto que Estados Unidos siempre consideró nocivo). La primera Cumbre de Líderes de América del Norte (CLAN) presentó el proyecto de un banco de integración regional en el cual los mayores aportes serían canalizados por el Estado mexicano. «Si lo quieren, asuman el compromiso y paguen por ello». Claro, como todas las cosas que tienen lugar en México, cuando se ponen serias, lo prioritario se transforma en ahorita, el ahorita es tantito después y el tantito después lleva ya más de una década. La iniciativa, que requería un nivel de corresponsabilidad fiscal por parte de uno de los socios del Nafta (el más interesado en crear el sentido de integración más allá de lo económico), no se profundizó porque México no tuvo capacidad para cumplir las expectativas. Sí, ser parte de América del Norte sale caro.
Hoy la agenda del Nafta es secundaria para Estados Unidos, mientras que México apostó todos los huevos en esa canasta. Y hoy México no tiene ni la facilidad para cambiar la ruta ni canales abiertos de negociación con Estados Unidos, excepto los que la agenda estadounidense pone en la mesa. En el entorno de la Secretaría de Relaciones Exteriores mexicana, los rumores pasaron a ser una historia de terror. Sí, es cierto. A inicios del 2017, la delegación de alto nivel mexicana que visitó Washington (que debía preparar la visita de Peña) fue tratada de la patada, no hubo tono de negociación y se impuso la agenda. Y pocos reparan en el hecho de que Peña canceló su viaje a Washington, cuando pudo haber sido el primer presidente extranjero (o al menos latinoamericano) en reunirse con Trump.
La historia se repite. El mecanismo lleva el mismo nombre, solo que ahora se corre más al sur de Estados Unidos. Esa receta del Plan Alianza para la Prosperidad, articulada en el contexto de América del Norte, se replica ahora en el Triángulo Norte. ¿El mensaje? Al entendido, por señas. Basta ya de la lógica tradicional de cooperantes dadivosos y de receptores irresponsables. Los tres países del Triángulo Norte y representantes de sus sectores privados se han comprometido conjuntamente a aportar recursos en los próximos cinco años. Esos recursos de compromiso (2 500 millones de dólares) abrirán el chorro de financiamiento del BID, el cual se estima en 750 millones de dólares. No hay almuerzo gratis. Los compromisos que se están haciendo muestran con total claridad que las economías de esta región tienen que apostar por la estabilidad política y por el desarrollo. Sí, hablamos de inversión privada, pero también de inversión pública. Por eso resulta ridículo que la administración del presidente Morales acepte esta agenda, pero que la ejecución presupuestaria muestre internamente que los ministerios vitales para cualquier Gobierno estén detenidos. Al mismo tiempo, es gravísimo que se perciba entre los actores políticamente relevantes que la experiencia Cicig es una amenaza a la soberanía, cuando, en efecto, permite depurar el sistema para empezar a confiar en él. Y es aún más aterrador que, en lugar de profundizar las alianzas público-privadas para abrir el chorro de inversión, lo que prima en el ambiente de debate es un escenario de inestabilidad política a raíz de la continuación o no del presidente.
El mensaje es muy claro por parte de Estados Unidos. Tanto para México cómo para el Triángulo Norte. Si no te gusta la intervención, haz tu tarea. Si no la haces, no te puedes quejar de un estilo más invasivo por parte de Estados Unidos. En algún momento se tiene que tomar responsabilidad.
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