En la actual Guatemala, en algún momento hemos recibido noticias en grupos de redes sociales sobre la noticia de una persona que ha sido capturada o un juez envía a prisión por la imputación de delitos que deben demostrarse en juicio. En algunas ocasiones, resulta ser conocido o conocida de alguien en común, ubicada por su trabajo o determinado cargo y, mientras se indaga más sobre la noticia, no faltan comentarios varios, de cierto grado de satisfacción o venganza. Mas allá del morbo, existe un ser humano próximo a enfrentar un proceso, al día de hoy, deshumanizante.
En distintos informes y análisis, tanques de pensamiento han detectado un crecimiento en las audiencias de primera declaración en Guatemala, lo cual se traduce en que cada año más personas afrontan el sistema judicial penal y, por ello, aumentan las posibilidades que en alguna oportunidad cualquier persona pueda afrontarlo (de 7,430 audiencias de primera declaración en 2010, se aumentó a 18,321 en 2017). Si bien esto resulta en determinados puntos de vista positivo, ya que denota una mayor capacidad de las instituciones auxiliares de justicia en poder materializar casos en investigación, también se debe reflexionar al lugar que el Estado tiene preparado para su recepción o custodia durante el procedimiento penal a las personas sujetas a proceso que se les dicta una medida de prisión preventiva (en 2017, al 33 % de personas ligadas a proceso se les dictó auto de prisión). [1]
En otras palabras, una de cada tres personas que enfrentan un proceso penal puede terminar en algún centro de detención preventiva mientras se realiza la investigación sobre lo acontecido. Y ese dato puede ser indiferente o motivo de un sentimiento de venganza de forma superficial, hasta que profundizamos más en dicha experiencia, ya sea por motivos laborales, académicos o de una relación con una persona en dicha situación. Y es que, en determinado punto, la deshumanización de la cárcel y el discurso que la rodea cuestiona nuestras convicciones sobre derechos humanos y la coherencia de ellos con los acontecimientos. Interpela que, en las estadísticas de prisión, así como pueden estar personas con las que no guardamos ni un mínimo de simpatía, también pueden estar familiares, amistades, compañeros de trabajo, afines ideológicos o con quienes simpatizamos.
Desde hace varios años se viene reseñando en medios de comunicación extranjeros y nacionales, la precariedad del Sistema Penitenciario y la necesidad de reformarlo acorde a un trato digno para las personas que pasen por él.[2] No es popular abogar por las cárceles, ya que culturalmente se nos ha introducido la idea del «por algo están ahí», pero al ver la realidad nos podemos dar cuenta que es un problema en común que debemos afrontar como sociedad, ya que nadie está exento del riesgo de algún día ser imputado penalmente. Por ello, independientemente de la ideología y pertenencia partidaria, la humanización de las cárceles debería ser una prioridad y aspirar, como mínimo, la dignidad humana de los reclusos y sus familias.
La humanidad de la cárcel y la educación sobre ella es una meta de derechos humanos. Se han creado distintos estándares internacionales mínimos que pueden guiarnos en dicha misión, como las conocidas Reglas Nelson Mandela de Naciones Unidas[3]. Las cárceles son un problema de todos y todas, aunque solo la puedan comprender quienes ingresan a ellas y son privadas de su libertad.
El Estado debe tomar todas las medidas necesarias para el respeto a la presunción de inocencia del recluido, la cual al ser vulnerada por la opinión pública pareciera legitimar condiciones precarias que incluso rozan la tortura ¿y si fuera inocente sería justo ese trato? No lo es, incluso aunque fuera culpable, ya que, como cite alguna vez en este espacio de opinión una frase de Fiódor Dostoyevski que merece ser recordada a menudo: «El grado de civilización de una sociedad se mide por el trato a sus presos».
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