Empecemos caracterizando el tianguis de San Pablito: era un lugar que concentraba más de 300 puestos de venta de productos pirotécnicos, y la autoridad respectiva había autorizado 436 permisos de producción y comercialización de productos a quienes se relacionaban con dicha actividad. Tales números nos convencen de que el lugar era considerado el mercado pirotécnico más grande de Latinoamérica.
Como es natural, un lugar que alberga tal cantidad de productos elaborados con pólvora es potencialmente peligroso. De hecho, en el 2005 ya se había registrado un estallido similar, aunque de menores proporciones, por lo que durante años se estudiaron e implementaron medidas de seguridad que permitieran que esto no volviera a ocurrir. Incluso se creó un instituto dedicado a estudiar el tema: el Instituto Mexiquense de la Pirotécnica (Imepi). Su objetivo: formular, controlar y vigilar las medidas de seguridad que se deben observar en las actividades de fabricación, uso, venta, transporte, almacenamiento y exhibición de los artículos pirotécnicos, así como coordinar y promover acciones de capacitación, especialización y asistencia técnica entre los artesanos y comerciantes de artículos pirotécnicos.
La paradoja es que, una semana antes de la tragedia, el 12 de diciembre, el flamante director del Imepi, Juan Ignacio Rodarte, declaró que el mercado era completamente seguro, ya que cuenta «con puestos perfectamente diseñados y con los espacios suficientes para que no se dé una conflagración en cadena en caso de un chispazo», según consta en un boletín del estado de México.
Pese a la grandilocuencia de las autoridades, que presumieron de haber otorgado permisos y desarrollado medidas de seguridad y una vigilancia oportuna para que se cumplieran los protocolos establecidos, el desastre ocurrió, mató a 36 personas e hirió gravemente a decenas más.
Este trágico suceso nos habla de un mal que ha ido creciendo en el ámbito institucional de muchos de nuestros países: la ceguera e incapacidad institucional, que se concreta en la tendencia de las autoridades a atribuirse logros que no existen, en presentar informes que muestran cifras y realidades totalmente ficticias, que parecen sacadas de un cuento de ciencia ficción.
Lamentablemente, las instituciones del Estado desperdician muchos recursos en empleados, actividades, reglamentos y procedimientos que simplemente no cumplen los propósitos para los que fueron creados, lo cual tiene consecuencias humanas, sociales y económicas, tal como ocurrió en Tultepec el 20 de diciembre pasado.
Por ejemplo, en el portal de la Secretaría de Planificación y Programación de la Presidencia (Segeplán) se despliegan 14 políticas públicas de tipo social. Asimismo, durante el gobierno del presidente Molina se estableció un eje denominado Hambre Cero, que destinó cuantiosos recursos y acciones a la disminución de las cifras de desnutrición infantil. Pese a todo, los indicadores sociales no mejoraron y en algunos casos más bien empeoraron.
Desafortunadamente, en Guatemala abundan ejemplos de la ceguera y la incapacidad institucionales para alcanzar objetivos, lo cual es fuente de no pocos problemas y conflictos, que nos condenan sistemáticamente a la pobreza, a la desigualdad y a los conflictos.
Urge una reforma institucional de gran calado.
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