Los críticos de la democracia fundamentan sus puntos de vista a partir del carácter elitista y electoral. Otros señalan su debilidad en la escasa participación y representatividad. Ambas variables dentro de una democracia débilmente institucionalizada sugieren que a mayor representación menor participación o que a mayor participación menor vinculación con el poder de decisión. En crisis de legitimidad, el efecto suele propiciar tres tipos de expresiones: la rescisión de mandato, la falta de credibilidad de los órganos de control del Estado y el agotamiento del sistema de partidos.
La rescisión del mandato implica que se ponga en duda la continuidad del gobierno. Con fundamento o sin él, de acuerdo con O’Donnell, en una democracia consolidada, los gobernantes no debieran sufrir la terminación de sus mandatos antes de los plazos legalmente establecidos, tampoco estar sujetos a restricciones severas de vetos ni tener una fuerte influencia por actores que no son electos. ¿Qué nos lleva a este común denominador de insatisfacción?
Esta tensión cuestiona severamente la estructura del sistema. Por un lado, los ciudadanos requerimos de acciones colectivamente vinculantes con la suficiente coherencia democrática que las haga formalmente aceptadas, efectivas y mutuamente consensuadas; por otro lado, se nos debe garantizar la capacidad de tener controles suficientes para protegernos de consecuencias negativas o que atenten contra nuestros derechos como individuos.
La democracia no solo se llena de votos y de participación, sino que se complementa de controles. Quizá entonces el debate sea la intromisión de los que denominaré poderes intermedios en los órganos de control del Estado. Curiosamente, el diseño institucional transfiere una alta responsabilidad a estos actores en los mecanismos formales de elección, siendo capaces de cambiar o hacer que prevalezca el statu quo.
Elegimos candidatos con nuestro voto, exigimos y participamos como ciudadanos, pero a otros actores no electos, como los poderes intermedios, se les asigna la posibilidad de elegir a los órganos de control que serán los encargados de cuidar nuestros derechos y nuestra individualidad. Esto resulta una ecuación peligrosa porque se pierde la autonomía y capacidad de control por intromisión de intereses que no son mutuamente corresponsables frente a nosotros, ni siquiera legítimos en última instancia. En la mayoría de los casos ni los conocemos.
Eso lo demuestran los mecanismos de elección a través de comisiones y órganos de control, que permiten a los poderes intermedios tener capacidad de veto e incidencia. ¿Cuál es el papel real de los partidos? En la práctica, su papel es meramente formal y delegativo.
El diseño de sistemas de contrapesos frente a la independencia de poderes debe garantizar tanto la efectividad como la rendición de cuentas en su implementación. Y eso es sumamente complejo. El sistema en la práctica dota al legislador de la capacidad de ejecutar; al Ejecutivo, de ejercer funciones de transparencia; y a los poderes intermedios, de tener una mayor intromisión.
¿Está fallando entonces el modelo democrático o más bien los incentivos para llegar a acuerdos no son los adecuados?
Nos avecinamos a una elección que evidencia el agotamiento del sistema de partidos y altera la confrontación. Las elecciones otorgan escaso margen de legitimidad, o el personalismo de la política es tal que existe una desviación entre la representación y la participación. El modelo ascendente de la democracia responsabiliza directamente al gobernante de toda la gestión pública, se fomenta una escasa capacidad de control por el diseño institucional sobre los gobernantes, se debilita la credibilidad de las instituciones y la rendición de cuentas que están obligados a realizar la pide la ciudadanía a fuerza de renunciar.
Y lo más importante tiene que ver con quién ejerce esta función y goza de mayor legitimidad que nuestras propias instancias: la Cicig. Como catalizador de la gobernabilidad tiene que ver con ello. De ahí su necesidad, pero también su complejidad. ¿Cuándo fortaleceremos nuestras órganos de control permanentes? Suena fácil, se dice fácil, pero solo daremos un paso en la dirección segura cuando construyamos institucionalidad, fortalezcamos los órganos de control y reconfiguremos los mecanismos sociales sobre los acuerdos —rediseñando las funciones y las capacidades del sistema—.
Por lo pronto seguimos aferrándonos a la estructura y vaciamos la democracia. Llenarla es el gran reto. Las acciones deben estar dirigidas al funcionamiento, y sobre estas se deben implementar mecanismos que viabilicen su independencia y autonomía. Y aquí es donde desempeña un papel fundamental un tipo de sociedad civil que ejerce su responsabilidad sobre la institucionalidad, compromete a los actores y sobre ella los evalúa. Con una agenda común hacia los partidos y con un paquete de compromisos legales y programáticos priorizados que implique redefinir funciones y mecanismos de representación en nuestros órganos de control construimos capacidades y lograremos evaluar sobre resultados. Sobre estas bases tendremos mecanismos e idoneidad para escoger y garantizar una mayor independencia de las instancias de control del Estado.
Sobre Raúl Bolaños. Soy un padre enamorado y jardinero bonsaísta inexperto. Indisciplinado por naturaleza, institucionalista por vocación. Amante de la política como ciencia. Tengo formación en estudios de género. Soy profesor universitario, sociólogo, politólogo y analista de la cooperación internacional.
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