Es risible vivir en una sociedad que tiene una Constitución que defiende el derecho de libre locomoción, de libre asociación y nuestro derecho de ser registrados solamente por elementos de la fuerza pública con su debida orden judicial, y sin embargo tener que aguantar la violación de todos y cada uno de los derechos garantizados a diario. Pero es el Estado el que está destruyendo estos derechos. Definitivamente que sí, pero solo en parte. Los actores principales en la muerte de nuestra “Constitución” y, por ende, la muerte de la “comunidad política” guatemalteca somos todos y cada uno de nosotros ciudadanos de este pedazo de tierra.
Ya desde hace unos meses mi hijo mayor y yo vamos cada lunes y miércoles a una colonia localizada en la Zona 12 capitalina. Existen distintos tipos de sistemas de “seguridad” implantados en un gran porcentaje de la ciudad. Estos varían en complejidad dependiendo de la compañía privada de seguridad contratada y la el nivel del costo de dicha seguridad que los “vecinos” están dispuestos a pagar. Esta colonia, que no hace mucho tiempo era abierta igual que el resto debido a que sus servicios básicos (calles, alumbrado público, aceras, etc.) las pagaron los impuestos de todos, tiene el sistema más draconiano de entrada y salida. Más draconiano incluso que otros sistemas de seguridad célebres como los de La Cañada o la Calle de los Eucaliptos. La garita tiene un control digital de licencias de conducir y a cada piloto se le pide la dirección exacta a la que se dirige –como si todos nosotros tuviéramos la dirección de nuestros amigos y familiares memorizada.
Pero es el control de peatones es el que hace a esta garita una de las más agresivas de la ciudad.
Cada trabajador –empleadas de casa particular, jardineros, personal de servicio en general– deben marcar un código en la entrada y de salida en un pequeño tablero colocado en la puerta. A estos trabajadores los recibe un policía malencarado que los interroga y se le insinúa sexualmente a las mujeres. Decidí hacer una prueba. Me enfilé a la garita para ver qué pasaría si una persona como yo, que no tiene código, decide ir a la tienda que queda a unos diez metros de la entrada de la Colonia pero afuera del control de seguridad. Al llegar a la puerta se me interroga si tengo código o no con una voz de autoridad del policía que dejaría frío a cualquier defensor de los derechos humanos. Tras mi negativa, se me interroga si entré en carro y por qué deseo salir. La voz de autoridad está plagada de ignorancia de la violación a mis derechos ciudadanos de libre locomoción. Solamente un agente de la policía nacional tendría la autoridad de detener mi paso si tuviera una justificación legal. Pero el policía privado es simplemente un ciudadano común con una pistola y una efímera autoridad provista por un conjunto de otros ciudadanos –los vecinos– que creen que una autorización dudosa de la municipalidad de cerrar sus calles le da también la autoridad de crear sistemas de control intrusivos.
Desde hace un tiempo me he interesado en el estudio del poder y de mecanismos de imposición del mismo en la cotidianidad. Muchos académicos en el país a los que les interesan estos mismos temas los han abordado desde la perspectiva del Estado y de su violencia espectacular, o de grupos corporativos. Yo considero que para entender a Guatemala y tangencialmente al Estado es necesario entender a la sociedad misma que ha permitido a empresarios, militares, religiosos, políticos y otros ciudadanos usar su cuota de poder para apoderarse de los mecanismos de control que la subyugan. Pero más importante, considero que es en el día con día en donde encontramos mecanismos sociales, muchos de estos ritualísticos, que producen y reproducen estructuras de control.
La viñeta narrada arriba ilustra lo que llamo “microagresión”. El concepto lo propuso en la década de los 70 Chester Pierce para analizar prácticas cotidianas sutiles utilizadas para desvalorizar a individuos pertenecientes a la población afroestadounidense. Desde que se creó, se ha aplicado a prácticas racistas, sexistas, discriminación de “clase”, ocupacional, etc. Es un concepto útil para entender y explicar prácticas indignantes perpetuadas por personas o instituciones que consideran a otros inferiores, amorales, antiestéticos o sospechosos. El psicólogo Derald Wing Sue define a la microagresión como humillaciones que pueden ser verbales, conductuales o ambientales dirigidas a grupos considerados inferiores, ya sean estos “raciales”, étnicos, de género, de clase, ocupacionales, religiosos, deportivos, etc.
En efecto, estoy argumentando que la práctica en esta garita de seguridad, así como la de las garitas en general, es un acto de microagresión. Obviamente esta práctica no está limitada a esta colonia ni a las garitas. Más bien, es una práctica común en toda la sociedad guatemalteca. La encontramos en bancos, algunas iglesias, universidades, hoteles, familias, etc. Escogí el ejemplo de esta garita por la magnitud de control ejercida por ciudadanos que no tienen ninguna autoridad para imponer sistemas de control y mucho menos limitar derechos constitucionales. Pero también la escogí para ilustrar una práctica generalizada en Guatemala que prejuzga a todos en nombre de una seguridad que solamente es simbólica.
Por lo general clasificamos a otros en términos morales y los “pre-juzgamos” asignándoles posiciones superiores, paralelas o inferiores. Aplicamos nuestra capacidad de control sobre aquellos que consideramos inferiores, en especial si existe un poder institucional que justifica nuestra microagresión. Como sociedad nadamos entre insultos, desaires, chismes y decenas de otras prácticas de microagresión.
Mi argumento implícito es que este tipo de mecanismos de microagresión producen la muerte de la comunidad política guatemalteca. Más que vivir en un Estado fallido, considero que estas prácticas cotidianas han producido algo más profundo: la muerte de nuestra capacidad de vivir en coordinación trascendental con otros ciudadanos. La privatización de los pocos espacios públicos que nos quedan para entrar en contacto con otros ciudadanos que traen sus propias historias de vida hace que vivamos en pequeñas islas privadas que no permiten un ambiente propicio para el debate y la interacción necesaria para tener una comunidad política sana.
En fin, con este tipo de prácticas de microagresión y cientos de otras que nos describen como guatemaltecos, somos los actores principales en la muerte de nuestra propia sociedad. El Estado solo es el pico del iceberg y el actor que le da, cada día, el tiro de gracia a nuestras posibilidades de vivir civilmente con otros en este pequeño lugar que algunos llaman “Patria”.
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