I
Mi mamá me había preparado una tacita de leche. Yo no quería beberla. Cuando era más niña —era posible ser más niña aún—, unas monjitas me anunciaron que se acercaba el fin del mundo: «La Virgen nos ha pedido que recemos el rosario y ayunemos», me dijeron. Como la Virgen lo había pedido, yo les creí.
Mi educación en un colegio de señoritas españolas católicas venidas a menos me había enseñado que había caminos para alcanzar la santidad. El ayuno contra la guerra era por eso necesario.
—No quiere comer —le dijo mi mamá a mi papá.
—¿Por qué?
—Las monjas le explicaron que la guerra es el fin de mundo. Va a ayunar.
Molesto, mi papá entró al cuarto.
Era temprano, pero el cuarto estaba oscuro. Mis papás habían acomodado colchones para cubrir las ventanas. Mi papá se había quedado en la sala en vela. Mi mamá y yo habíamos dormido en ese cuartito, protegidas.
—¿Y por qué no vas a comer? —me preguntó.
—Es la guerra. Dicen las monjitas que así comienza el fin del mundo.
—Aquí no hay guerra. ¡A desayunar! —ordenó.
Era la primera mañana de la Ofensiva hasta el Tope. En noviembre de 1989 vivíamos en el Reparto de Guadalupe de Soyapango. La casa tenía un jardín grande. Mis flores favoritas eran unas campanillas azul-morado que crecían alrededor de la casa. La noche anterior habían cortado la luz y luego habían sonado, imparables, las metralletas y las bombas. Era, efectivamente, una mañana, aunque yo imaginaba un día que continuaba siendo la noche anterior. Un día oscuro, negro. Pero había sol. Se veía desde una ventana lejana. Afuera, un gran silencio. En mi casa no se había movido nada. No se habían quebrado platos. No se había caído el techo. Aún.
—¿Esta es la guerra? —insistí.
—Ya dije que aquí no hay guerra.
—¿Y las bombas?
—Unos muchachos se escondieron por aquí y el Gobierno mandó helicópteros.
—Ah.
Después del desayuno, mi papá se fue. Volvería por nosotros, dijo. Y no volvió. Salió, pero no pudo volver a entrar. Mi mamá y yo pasamos juntas la ofensiva. Una semana después de ese desayuno, la electricidad volvió. Mi mamá me despertó temprano. Había preparado la leche para el desayuno y estaba empacando.
—Tomá leche. Tenés que estar fuerte. Vamos a caminar bastante.
La Cruz Roja, el Ejército, la guerrilla, no sé, alguien, voceaba por altoparlante que debíamos salir de nuestras casas porque el conflicto iba a recrudecer. Teníamos unas horas para hacerlo. La Cruz Roja iba a acompañar la salida de los civiles para evitar fuegos cruzados y daños —víctimas— colaterales.
Nos fuimos. Nos unimos a ese infinito hormiguero que huía de la guerra, que dejaba sus casas y sus recuerdos, que dejaba sus vidas en las colonias de Soyapango. Lo mismo sucedió en Ilopango, Santa Lucía, Zacamil y otras zonas controladas.
II
Después de la salida de Soyapango, la guerra se me volvió a presentar en las noticias: hombres apostados en esquinas resquebrajadas por bombas y bazucas. Después me contó mi mamá:
—De las casas que bombardearon no quedó nada.
—¿Y la casa de Ivancito y Rocío (mis amiguitos)?
—Ellos están bien.
—¿Y mis juguetes?
—En la esquina de la casa quemaron a un muchacho. A saber si era soldado o guerrillero. Lo estaban quemando cuando llegué.
El fotógrafo Francisco Campos ha recogido fotografías de esa cotidianidad que duró casi un mes en la Ofensiva hasta el Tope, una de las rectas finales de la guerra civil en El Salvador. Entre esas fotos terribles destaca la de varios guerrilleros cuyos cadáveres fueron colocados en basureros de zonas residenciales. Están ardiendo. Los están quemando. Lo escribo en presente porque esa es una de las virtudes de la fotografía: conservar el momento. Durante muchos años imaginé a ese muchacho quemado en la esquina de mi casa. Cuando vi las fotografías de Campos, comprendí finalmente la narración de mi madre: estaban allí esos cuerpos abandonados, olvidados. Estaban allí: quemándose. En la foto de Campos, un soldado sonríe junto a ese incendio de carne. Un trofeo, supongo.
Ofensiva hasta el Tope, 1989. Fotografía de Francisco Campos.
III
No volví a mi casa, que con los años cayó por los daños estructurales de la ofensiva. Después vino la paz. Hasta ahora, la paz ha sido más terrorífica que la guerra. Y no termina. Yo ya no soy esa niña que desayunaba leche y pensaba que el mundo se iba a acabar. Repito y vuelvo cuando puedo —y a veces cuando no quiero— a esa historia sobre el día en que lo que yo pensaba que era mi vida cambió: no volví a ver a mis amiguitos, muchos perdieron sus casas, no regresé jamás a mi jardín favorito. Pero la vida es más, y sé que mi episodio es un relato mínimo dentro de los grandes dolores del país. El camino para que no vuelva a explotar una guerra es volver a ella con ojos limpios y con sabiduría. Porque recordar permite pedir perdón, y perdonar permite aceptar y luego afirmar: no, no necesitamos guerra.
Los políticos dicen que la guerra terminó en 1992. Les han creído también muchas instituciones, muchos Gobiernos extranjeros y la ONU. Pero la guerra sigue en el comedor. Desayuno con ella todos los días. Aunque no haya regresado a mi casa, aunque haya vivido en doce casas más, aunque a veces ni siquiera tenga un comedor donde desayunar.
Los niños de la guerra somos los adultos de la posguerra. Pero ya no somos niños, y quienes hicieron la guerra y firmaron la paz creen que pueden infantilizarnos infinitamente porque no venimos bien a sus proyectos políticos, porque sabemos recordar y porque podemos preguntar.
Una niña que pregunta por la guerra en la mesa del comedor preguntará lo mismo de adulta, desde otras mesas, desde el periódico o desde la academia, porque la guerra está dentro de nosotros, en la memoria, en el dolor, en las prácticas políticas y en la impunidad continuada. Esa niña, esos niños, seguirá, seguirán, preguntando, porque los adultos de entonces no supieron o no quisieron explicar la guerra más allá de un juego maniqueo de soldaditos. Tenemos que aceptar que la hemos enfrentado desde discursos mínimos, desde artificios de heroísmo —de la fuerza armada y de la guerrilla— que no han terminado tan felizmente como cuento infantil.
Nuestros relatos de paz son intrincados relatos de fuerzas en disputa por la memoria, unas historias oficiales construidas desde el poder de los partidos políticos, de un vago relato de bien y mal acuñado en el mismo lenguaje de la guerra fría. Aunque haya caído la cortina de hierro, muchos guardaron el odio en el congelador desde 1989.
Dejé de ser niña pronto, pero no puedo perder eso que hizo terminar mi infancia. En esta historia contemporánea centroamericana escrita en aguacero es necesario aspirar a la tormenta definitiva. Que caiga un rayo que nos parta en dos y nos quite el miedo a la historia. Y si no cae, hagámoslo caer.
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