Como cuestión previa, es importante mencionar que no es incompatible una postura en pro de la transparencia, anticorrupción y el deseo que los cargos públicos, de elección popular o por nombramiento, sean ocupados por las personas integras, con la posición que se expondrá en la presente opinión. La defensa de los derechos humanos y defender que el Estado solo puede limitar derechos a las personas con una norma previa, expresa y determinada es un pilar del Estado constitucional de derecho, al igual que la transparencia.
La anterior regla no implica un formalismo jurídico ni limita otros análisis que se puedan realizar desde el punto de vista político o sociológico, sino que es una garantía concebida desde los inicios de las repúblicas constitucionales. Que hoy no existan las leyes que requieran las mayorías para exigir más requisitos a los cargos de elección, por una ruptura entre la representación política en el Congreso de la República y la población, como consecuencia de un sistema que permite la autonomía del gobernante sobre el gobernado que lo eligió, no implica cederle un cheque en blanco a los tribunales o al poder ejecutivo para limitar derechos con el «fin» de cumplir nuestros deseos legítimos o incluso caprichos ideológicos.
Esto debe ser así, en cualquier circunstancia, incluso actualmente que observamos reacciones contrarias a la inscripción de candidaturas para optar a ser nuestros alcaldes, diputados o presidentes y un aparente consenso entre quien sí debe participar y quien no. Pero centrar cada cuatro años el esfuerzo y discurso en pedirle a los tribunales que no inscriban a determinados perfiles, independientemente de su posición ideológica, partido o antecedentes, está llevando a extremos donde se pretende que los jueces y magistrados plasmen en sus sentencias, sin norma expresa que les permita, nuestras apreciaciones subjetivas y, en algunos casos, establezcan precedentes contrarios a la propia Constitución y tratados internacionales en materia de derechos humanos.
Luego de una etapa de guerra civil, nuestra Constitución tiene por objeto permitir la participación política, incluso de aquellos que se levantaron en armas en aquel entonces, para que sea por medio del voto y no por decisiones discrecionales de los magistrados o del poder de turno, que lleguen las personas a gobernar. Si bien estableció la idoneidad y honradez como mérito, también contemplo derechos como la presunción de inocencia y que solo posterior a un juicio penal puede limitarse un derecho (artículo 14), que los antecedentes penales y policiacos no pueden ser causal para restricción de derechos más allá de lo que establece la ley o una sentencia (artículo 22). Incluso, fue extremadamente garantista al establecer en el artículo 4 de la Ley Electoral que solo una sentencia firme y durante el plazo de la misma, puede limitar la participación política.
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Fuera de esos supuestos, los tribunales no pueden limitar derechos políticos, ni por finiquitos, ni por campaña anticipada, ni por denuncias. Permitir lo contrario, es legitimar un poder discrecional que aparentemente acaba con los corruptos a corto plazo como sucedió en 2015 y 2019, cuando se impidió la inscripción de varios candidatos señalados. Pero, ¿estamos mejor o peor hoy? Ante la ola de criminalización y captura de órganos de justicia que denuncian ciertos sectores sociales ¿aceptarán que sus afines no participen perpetuamente por tener denuncias, procesos penales o sentencias impuestas?
En el actual marco constitucional, con las herramientas que gozan los jueces y magistrados, debería ser el voto popular el que nos permita depurar la clase política y tener representantes legítimos y los perfiles más probos y transparentes de derecha, centro o izquierda.
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