¿Quién iba a atreverse a decirle a una junta militar de gobierno o a un gobernante en época de conflicto armado que había enriquecimiento ilícito o que existía tráfico de influencias? Seguramente nadie, pues aquellos que lo hacían eran desaparecidos o asesinados. Nadie en sus cinco sentidos presentaría una acusación penal contra un presidente o un funcionario de alto nivel en 1982, por ejemplo, si el estatuto fundamental de gobierno permitía la injerencia directa del presidente en el nombramiento de jueces y magistrados. Menos se haría sabiendo que en esa época existían los Tribunales de Fuero Especial. La Comisión para el Esclarecimiento Histórico resaltó en su informe que todas las dependencias del Estado estaban infiltradas con fines de inteligencia contrainsurgente.
En 1998, la Comisión Nacional para el Seguimiento y Apoyo al Fortalecimiento de la Justicia, creada a partir de los acuerdos de paz, identificó en su informe que en el sistema de justicia de Guatemala existían prácticas de elecciones intervinientes de jueces, alteraciones de pruebas, injerencia para modificar resoluciones y aceptación de dinero o dádivas para modificar medidas procesales, entre otras. Diez años después, el relator sobre independencia judicial Leandro Despouy refirió que la forma de designación de magistrados daba lugar a grandes injerencias y que era urgente modificarla. Ese mismo año, con la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) ya instalada, el comisionado Castresana promovió la necesidad de que Guatemala cumpliera con los compromisos adquiridos por el Estado en la ratificación de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción y también en la Corte Interamericana de Derechos Humanos.
Se abrió una puerta para que en el Congreso de la República se presentaran tres iniciativas de ley sobre reformas al Código Penal para crear los delitos de enriquecimiento ilícito, enriquecimiento ilícito de particulares, testaferros y tráfico de influencias, así como reformas a los tipos de cohecho y otra serie de acciones que debían considerarse antijurídicas con relevancia penal. De igual forma se pidió reformar algunas disposiciones de orden general penal. En un ejercicio afortunado, el entonces presidente del Congreso de la República y el presidente de la Comisión de Legislación y Puntos Constitucionales promovieron la unificación de las tres propuestas de iniciativa y la participación de algunos actores de la sociedad civil, así como de la Cicig.
El resultado de aquel ejercicio fue el decreto legislativo 31-2012, con el cual se creaba la Ley contra la Corrupción. Por vez primera en Guatemala se daban pasos que permitían considerar acciones provenientes de los mismos funcionarios como delitos. Tal es el caso del tráfico de influencias. Sí, es toda una novela histórica hasta ahora, pues saber que ellos andaban haciendo eso y tener que aguantarse porque no había como perseguirlos creaba, además, una novela en la cual parecía que padecíamos de miopía social.
Desde Castresana hasta el hoy comisionado Velásquez, la Cicig se atrevió a seguir promoviendo reformas sustantivas en materia penal, pero quizá esta legislación anticorrupción es la más certera que ha promovido, pues sin ella todas esas novelas de amor, dinero y traición no se habrían destapado y nadie, ninguno de nosotros, podríamos disfrutarlas a plenitud.
¡Renuncie, señora magistrada!
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