Es un hecho que en Guatemala el Estado no cumple a cabalidad con sus obligaciones en áreas fundamentales como la educación, la salud, la seguridad y la impartición de justicia. En el caso particular de la Reserva de la Biósfera Maya (RBM) estamos hablando de más de 21 000 kilómetros cuadrados de áreas protegidas, sometidas a gran presión no solo por comunitarios, sino también por actividades económicas de mayor escala que transitan entre lo lícito y lo ilícito al amparo de la corrupción y del desgobierno.
Sin omitir la complejidad de la problemática ambiental y social, en esta ocasión quiero visibilizar una forma de privatización que ha probado ser una vía para la conservación del patrimonio natural y cultural.
Las concesiones a cooperativas no son nuevas. Y si bien las áreas protegidas no han sido vendidas a los concesionarios, estos ejercen un control sobre el territorio y, con un marco normativo, lucran de manera lícita con los recursos del bosque. Al final del día tenemos a personas individuales que viven del bosque, que trabajan duro para tener acceso a mejores condiciones materiales. Y eso, en términos generales, es privatizar la explotación de ciertos recursos.
Por supuesto que no hay impacto cero en esta modalidad. De hecho, es frecuente escuchar que las cooperativas no se apegan a los planes de manejo. Y se las ha acusado de saquear sitios arqueológicos o de talar de manera desmedida.
Pese a lo anterior, cuando he conversado con ambientalistas, percibo un balance positivo respecto a las concesiones. La idea central es que, al haber personas interesadas en proteger su actividad económica a través del bosque, la depredación disminuye y el impacto observado es menor al de otras áreas donde solo el Estado pretende ejercer la función de protección.
A ese respecto conviene agregar que las concesiones en la RBM no cuentan desde su origen con la asistencia técnica adecuada y tampoco responden a efectivos mecanismos de auditoría social o de regulación. De esa cuenta, varias de las cooperativas en la zona han llegado a tener serios problemas administrativos. La buena noticia es que algunos proyectos recientes han demostrado que esas mismas cooperativas, con apoyo técnico, han podido recuperar su rentabilidad y continúan operando.
Por supuesto que el modelo está lejos de ser perfecto. Se necesita aumentar la presencia del Estado como ente regulador y se deben promover instancias de diálogo que contribuyan a la elaboración de planes en los cuales la población tenga participación. De otra forma no habrá condiciones para un desarrollo turístico sostenible y tampoco habrá un aceptable nivel de protección de la biodiversidad.
Un buen ejemplo de lo anterior es la reiterada propuesta para construir un tren que permita acceder al sitio El Mirador. Esta propuesta ha sido impulsada a nivel político por un famoso arqueólogo que ha dedicado su vida a la zona, pero que no es tan querido por ambientalistas y arqueólogos como uno pudiera imaginar. Y posiblemente una razón por la cual persiste el rechazo a sus proyectos tenga que ver justamente con un discurso sospechosamente impreciso y excluyente de las comunidades de la zona.
Plaza Pública hizo un reportaje sobre este problema hace más de tres años. Y al leerlo parece que hubiera sido escrito la semana pasada.
Asimismo, un estudio reciente cuestiona la viabilidad técnica, ambiental y social del proyecto del tren eléctrico. Y lo que menos nos hace falta en Guatemala es otro proyecto abandonado, en el cual se dilapiden recursos públicos en la construcción o en los intentos de rescatar una propuesta inviable.
En suma, las concesiones a cooperativas son formas de privatización que con regulación y apoyo técnico pueden contribuir a conservar la RBM. Son formas de explotación controlada de recursos y sin duda tienen impacto. Pero aun con ciertos costos ambientales no se produce la destrucción que sí han realizado las empresas privadas agropecuarias en las que el concepto de la privatización es absoluto y orientado únicamente por la acumulación de capital.
Precisamente lo más importante de esta modalidad es que hay un beneficio directo para la gente de la zona. Y eso es justamente lo que no ofrece un tren eléctrico, que estaría pronto en pocas manos, mientras las rutas pedestres en manos de comunitarios sencillamente desaparecerían.
Recuerde entonces que la privatización con un marco regulatorio eficiente también tiene sus bondades. La clave es valorar el balance entre lo privado y lo público, pero sin olvidar que el Estado debe velar por el bienestar de la mayoría. De mi parte, ansío tener libre una semana para poder realizar el recorrido desde la comunidad Carmelita hasta el maravilloso sitio El Mirador.
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