De acuerdo con el marco jurídico que perfila el sistema pactado por las élites, la supuesta democracia guatemalteca surge de un sistema político representativo que se divide en tres poderes de Estado: ejecutivo, legislativo y judicial. Son independientes entre sí, a la vez que por mandato constitucional ejercen funciones de control y balance para asegurar el funcionamiento armónico del sistema. Este requiere, para funcionar como corresponde, de una clase política profesional que se exprese en partidos políticos fuertes, con sólidos programas, doctrinas y estructuras orgánicas. En Guatemala y en las actuales condiciones, una gigantesca utopía.
En el 2015 vivimos una crisis en el Ejecutivo que derivó en la renuncia y el posterior enjuiciamiento del presidente y la vicepresidenta. A estos les siguieron también la captura y el procesamiento de algunos ministros de ese período, así como sendas órdenes de captura para otros jefes de cartera hoy prófugos de la justicia. El Partido Patriota (PP), que los postuló, está desaparecido legalmente, aunque reencarnado en el Frente de Convergencia Nacional (FCN-Nación). Este partido gobierna el Ejecutivo y, si bien comenzó con una bancada minúscula merced a la compra de voluntades y a la promoción del transfuguismo, alcanzó una bancada vigorosa, la cual se mantendrá mientras fluya el efectivo y en tanto no surja otro mecenas de las mercenarias y los mercenarios del Parlamento.
A casi dos años del escándalo del anterior gobierno, de nuevo hay una presidencia del Ejecutivo debilitada. Entre otras razones, porque el hijo y el hermano del mandatario están en prisión por delitos que habrían cometido durante el gobierno del PP. Esa circunstancia, así como la inoperante gestión del presidente y las prácticas extralegales de sus asesores de seguridad, han resquebrajado el Ejecutivo.
Entre tanto, el Organismo Legislativo se encuentra en estado de crisis no solo por el transfuguismo, sino también por una ola de antejuicios contra diputados que incluye un caso de asesinato de dos periodistas. Mientras, el Organismo Judicial ha debido aceptar la salida de dos magistrados, está a las puertas de una tercera salida y debe repetir la elección de la presidencia por anomalías en el proceso realizado en octubre.
Por lo tanto, es innegable. El sistema está en una profunda crisis y, sin embargo, se mueve. Pero no porque sea una democracia sana, que puede funcionar y a la vez salir de las dificultades. Todo lo contrario. Para que los procedimientos establecidos avancen han sido necesarias acciones extraordinarias. Una de estas es la presencia de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig), cuyo mandato ha permitido que algunos de los procesos se impulsen aun contra la voluntad de funcionarios coludidos con la corrupción y la impunidad. Otras, la presión internacional y, aunque con poca influencia permanente pero sí coyuntural, la presión ciudadana.
Sin esos factores, el sistema habría dejado pasar todos los hechos hoy conocidos para continuar con la constante desvergonzada de normalizar la delincuencia de cuello blanco. Habría decidido aceptar como verdades mentiras cínicas o juramentos vanos como «juro por la vida de mi madre muerta que no me he robado un centavo» o «juro por mi dios que no fui yo quien citó al juez».
La calma chicha y el funcionamiento normal de la gestión pública no son evidencia de salud política. Al contrario, peligrosamente nos muestran el enorme riesgo de que terminemos por normalizar la desvergüenza y la corrupción, pues los tentáculos de la podredumbre son fuertes y extendidos. La reforma del sistema es indispensable. De ahí que las aún limitadas voces y acciones ciudadanas contra la impunidad requieran de un fuerte acompañamiento social, en tanto que las disposiciones de las pocas instancias funcionales reciban el merecido respaldo ciudadano.
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