Un amigo de infancia me compartió en 1966: «Dicen los abuelos que, cuando vinieron los españoles, nuestros antepasados habitaban la orilla de los ríos. Los extranjeros los obligaron a treparse a las montañas para quedarse con sus tierras y, cuando se descubrió que en esas montañas había minerales, los obligaron a salir de ellas para explotar esos minerales, pero ya no había un lugar a dónde ir».
Mi amigo era q’eqchi’. Teníamos entonces unos 12 años y estábamos dejando la escuela primaria. Él era originario de Panzós y vivía en Cobán porque su madre trabajaba como empleada doméstica en la casa de una familia extranjera. De allá, de un lugar entre Panzós y El Estor, los trajeron a Cobán.
Lejos estaba yo de percatarme de que estaba ante un caso de la narrativa oral de los pueblos que reseñaba la cruda realidad de Alta Verapaz, esta porción de Verapaz donde la pobreza ha sido perenne, donde la riqueza está desigualmente distribuida, donde las masas poblacionales tienen un escaso o nulo acceso a la educación formal. Donde la tierra ha sido agostada a causa de los monocultivos y donde la subyugación, el racismo y la marginación contra los pueblos originarios sentaron reales como elementos de una ideología colonizadora que pugna por el concepto del indígena como un ser inferior. Sí, a todo ello se refería —de manera muy resumida— aquel niño a quien dejé de ver en octubre de 1966 y de quien nunca supe más.
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El 27 octubre de 2021, cuando vi en las redes sociales decenas de policías (hombres y mujeres) corriendo a los lados y detrás de camiones que llevaban algún tipo de mineral en una de las carreteras del valle del río Polochic que conecta con El Estor (los pilotos de los automotores ni siquiera tenían la consideración de ir despacio para que los policías no desfallecieran), cuando me di cuenta de que el estado de sitio en aquel municipio no era más que una muestra del autoritarismo y el poder concentrado en unas pocas personas sin respeto por nuestras leyes ni por nuestros postulados constitucionales, cuando me percaté de las capturas (algunas tan incomprensibles como ridículas) en El Estor que no obedecían sino a un sistemático bloqueo a la expresión y a la participación política de los pueblos, el rostro de mi compañero de primaria cobró forma de nuevo. Lo recordé tal cual. Era un rostro bondadoso y de mirada triste, muy triste, como perdida en la lontananza. ¿Y cómo no iba a ser así su mirada si venía de aquellos lugares donde para entonces el mal, en toda su acepción, ya había hecho presencia?
Sí, la sierra de las Minas y el valle del río Polochic tienen sus misterios y sus desgracias. Quizá las más conocidas en el ámbito internacional sean el accidente del avión TG-AHA, de Aviateca, ocurrido en el cerro Raxón el 24 de mayo de 1956, donde murieron 28 pasajeros y 3 tripulantes; la masacre de Panzós, ocurrida el 29 de mayo de 1978, y el deceso de tres estudiantes de biología de una universidad privada en un canal de una compañía minera donde avistarían cocodrilos, terrible hecho sucedido el 31 de marzo de 2012. De la primera se tienen muchas dudas en cuanto a si fue un accidente o un derribo provocado. De la segunda, ni duda queda de lo acaecido. Y de la tercera, aún hay procedimientos por dirimirse en los órganos jurisdiccionales. En medio (y a nivel local) están las heridas abiertas aún de la guerra interna, de la exclusión signada por la marginación y por el rezago en la prestación de servicios básicos a la población y de la violencia que, desde oscuras estructuras, apunta de manera constante a los pueblos originarios de la región.
Estoy seguro de que, si volviera a encontrarme con mi amigo de infancia, él me preguntaría, refiriéndose a su lugar de origen: «¿Vos creés que ya es tiempo de cambiar ese iterativo sonsonete del mal?». Y yo le respondería: «Sí, vos. Sí y solo sí».
Nos queda entonces meditar, discernir y actuar.
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