A raíz de los acontecimientos políticos sucedidos el año anterior, el discurso por la transparencia adquirió matices distintos. Lo que pasó de ser un tema fronterizo para la acción pública, y para muchos (o la mayoría) de los actores políticos y sociales, se convirtió en la temática principal del ejercicio político. La transparencia sirvió de guía para dirigir las protestas y los reclamos ciudadanos, pero sobre todo sirvió de inspiración electoral para promover candidaturas.
La transparencia es un concepto amplio, incluso profundo, pero su sola mención no genera problemas de comprensión o dificultades por su complejidad. Normalmente nos topamos con dicho término en la cotidianidad. Ahora muchos hablan de eso, muchos comentan. Es más, casi podría jurar que un día de estos habrá un plato en un restaurante que haga referencia al término. Y eso naturalmente es bueno, pues es preciso que una de las principales características de la democracia se convierta en una temática reconocida por la mayoría.
El único temor que encuentro en dicho fenómeno es que la población no logre comprender los alcances que tiene la transparencia, así como su profunda relación con el principio de publicidad, de rendición de cuentas, y con la democracia misma. Transparencia no es sinónimo de combate de la corrupción. Son dos cosas distintas que en algún momento del camino del ejercicio público seguramente se pueden juntar , pero no hay que confundir los términos.
La primera (transparencia) es una característica del Estado y del quehacer político. Por lo tanto, se convierte en una parte esencial del sistema democrático. Es la capacidad que tienen el Estado y el sistema político de ser visibles, cognoscibles y evidentes. Es enseñarse. Es lo contrario a esconderse. Transparencia implica la decisión política no solo de decir las cosas, sino también de evidenciar los criterios por los cuales se toman las decisiones políticas. Por su parte, el combate de la corrupción es una acción decidida de los órganos de investigación y justicia ante la comisión de un ilícito. Como puede verse, la transparencia es ex ante, y el combate a la corrupción es ex post. La teoría y la experiencia comparada señalan que la primera es un excelente mecanismo para disuadir y disminuir la corrupción. Quizá en ese momento hay un nexo relacional entre ambos conceptos, pero, insisto, no son lo mismo.
Sin embargo, la preocupación va más allá de lo complejo del concepto. El problema real que podemos enfrentar en Guatemala es que la transparencia sea tan mal entendida, debido a que es mal ejercida por los funcionarios públicos, que al final del día todos entremos en un estadio de indiferencia y de menosprecio ante dicho concepto. Si todos hablamos de transparencia, pero en la cotidianidad esta no se cumple, o si se dice que se cumple, pero se ejerce mal de parte del poder público al insistir en prácticas opacas y corruptas, se puede llegar a construir un imaginario de rechazo a la transparencia, a la publicidad y a la rendición de cuentas.
El reto ahora es exigir que se fortalezcan las prácticas de transparencia y que los funcionarios públicos dejen los procesos de simulación, los cuales les permiten navegar con bandera de probos, pero en el fondo no son otra cosa que la continuación de actos ilegales y corruptos que permiten la preservación de prebendas y privilegios.
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