Pero hay otros males vergonzosos y terribles; aquellos que provienen de enfermedades del espíritu, de racionalidades embrutecidas por bajas pasiones. Éstos son males que enferman a quienes los padecen y contaminan a personas inmaduras que aprenden a construir formas de ver al “otro” como un extraño a quien nada los vincula, salvo como objeto de “extracción” para sus fines narcisistas. Construyen, entonces, una ideología alienada de los valores fundamentales que el pensamiento ético universal ha construido a través de siglos y en distintas culturas: la justicia, la solidaridad, la compasión, la libertad de autorrealización sin el extrañamiento del otro que es un hermano.
El juicio por genocidio en Guatemala ha sido una ventana de contrastes; por un lado, la lucha por la dignidad de voces que se alzan para decir que todos los seres humanos somos, en tanto que personas, fundamentalmente iguales. Frente a ellos, el cinismo de otros cuya perversión desnudan con sus propias palabras.
La violencia indiscriminada desatada por las instituciones del Estado guatemalteco durante el llamado conflicto armado no fue menos cruel y bárbara que otras violencias que han conmovido al mundo, como el Holocausto judío por ejemplo. Pero no todos lo sienten, lo ven o lo reconocen así. Para ellos, los niños indígenas de Guatemala no tienen el mismo valor, no son personas merecedoras de compasión, el color de su piel y su cultura los degrada ante sus ojos.
Nadie puede ignorar que en Guatemala entre muchos otros crímenes, se perpetraron aquellos que, por razones que no es necesario reiterar, lastiman más que otras tragedias las profundidades de nuestra sensibilidad. Hablamos de niños y niñas quemados vivos, niñas violadas sexualmente por el tropel y otras acciones ante las que una mente sana se espanta y se acongoja; es la sensibilidad que nos hace verdaderamente humanos. Pero el conocimiento de esos hechos no ha espantado a algunos o a muchos. Me pregunto ¿qué puede hacer que alguien no lo vea, no lo sienta, no se espante o no reconozca esas ignominias? Estas palabras que interrogan pueden corresponder a estados morales diferentes, pero también es posible que todas ellas tengan un denominador común: el envilecimiento al que la ideología y los intereses espurios pueden llevar a un individuo o a un grupo.
Muchos de los que hoy expresan sus ideas públicamente a través de las redes sociales subestimando la tragedia son gente común, hasta pueden ser buenas personas. No son en su mayoría intelectuales, ni actores directos de la barbarie, pero opinan, dicen cualquier cosa con ostentosa ignorancia. Pero la ignorancia no es lo que más alarma. Opinan reflejando con impudicia formas de menosprecio del otro, seguramente jugando un papel central su condición de clase y el inveterado racismo, esa realidad simbólica que se materializa cotidianamente en este país, y que un profesor de la Universidad Francisco Marroquín califica de “sofisma”. Seguramente este profesor es un nuevo miembro de un grupo muy activo e influyente de “intelectuales orgánicos” que disponen de enormes recursos y espacios en los medios de comunicación. Hablamos, entonces, de una élite cuyo deterioro se evidencia tanto en el plano moral como en su fría racionalidad. Por ello es que sus discursos resultan transparentes, quieren engañar pero no engañan, sus voces y sus escritos son elementales.
En estas condiciones podríamos proponer a los estudiosos de la ética y de los fenómenos sociales, incluyendo obviamente a psicólogos y psiquiatras, algunos trabajos que podrán parecer tediosos pero que tendrían alguna utilidad actual e histórica, como la ha tenido la advertencia indignada de Primo Levi en la Trilogía de Auschwitz: “… sé que ha habido asesinos, y no sólo en Alemania, y que todavía hay, retirados o en servicio, y que confundirlos con sus víctimas es una enfermedad moral, un remilgo estético o una siniestra señal de complicidad moral; y sobre todo, es un servicio precioso que se rinde (deseado o no) a quienes niegan la verdad”.
* Médico graduado en la USAC (1971). Especializado en Medicina Interna y con Maestría en Medicina Tropical en Inglaterra. Fue catedrático en la Facultad de Ciencias Médicas de la USAC donde desarrolló, además, investigación epidemiológica. Introdujo y dirigió el primer programa de Bioética en la Facultad. Ha publicado artículos científicos en revistas internacionales y dos libros: “Para entender la violencia: falsas rutas y caminos truncados” (Editorial Universitaria, USAC), y otro sobre ética médica “Tras el sentido perdido de la medicina”, (Avancso).
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