Para nadie es un secreto que la aparición de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) en la escena pública, trabajando conjuntamente con el Ministerio Público en los sonados casos de mal uso de fondos, de financiamiento electoral ilícito y de falta de ética en el ejercicio de la función pública, marcó un antes y un después en la historia política y jurídica de Guatemala.
Sin embargo, esa lucha contra la corrupción y contra los funcionarios públicos que la sostienen está bajo asedio desde hace algún tiempo por los mismos sectores investigados. Para confirmarlo basta con ver las constantes denuncias espurias contra fiscales a cargo de casos de corrupción e impunidad, los antejuicios contra jueces y magistrados por actuar con independencia judicial, la instrumentalización de la Contraloría General de Cuentas para realizar supuestos hallazgos sin derecho de la contraparte a defensa, etc.
Las anteriores prácticas, nada circunstanciales, se intensifican en Guatemala en un contexto señalado recientemente por el juez interamericano Raúl Zaffaroni en su voto razonado en el caso Petro Urrego versus Colombia, en el cual se expande la modalidad de persecución política a los considerados «opositores» al statu quo a través de un uso perverso del derecho (el cual es denominado lawfare en palabras académicas).
Este término fue utilizado por primera vez en 1975 como una crítica al sistema de justicia occidental y desarrollado posteriormente como «la instrumentalización o politización del derecho para lograr un efecto táctico, operativo o estratégico». Su primer síntoma es la reducción del derecho a una herramienta de guerra contra opositores, la cual intercambia sus fines teleológicos de justicia por fines particulares de grupos de poder —que quizá muestran así su verdadero ser por encima del deber ser al que aspiran—.
El fin estratégico en nuestro país es claro: hacer retroceder la lucha contra la corrupción a cualquier costo. Pero la utilización del derecho para fines espurios no es suficiente por sí sola. Otro síntoma de la aplicación de estrategias de lawfare es la utilización de medios de comunicación —de preferencia, grandes corporaciones tradicionales, como en Guatemala— para desplegar campañas de desprestigio contra personas involucradas en la lucha contra un problema estructural como la corrupción, que por generaciones les ha dejado grandes ganancias a algunas personas acostumbradas a privilegios de origen ilícito.
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Con análisis excesivamente positivistas, que despojan al derecho de su contexto, repetir denuncias espurias como si fueran verdades y replicar supuestas conspiraciones internacionales —dignas de ser extraídas de un cuento mágico— como verdades periodísticas tienen la finalidad de confundir a la población y de seguir preparando un terreno fértil para el lawfare y la consecución de algún objetivo estratégico.
Aparte del derecho y de los medios de comunicación, el lawfare procorrupción necesita también un gobierno acorde a lo descrito por la CIDH en el párrafo 139 de su informe Corrupción y derechos humanos: útil a la corrupción por características como «concentración ilegítima de poder estatal, amplios espacios de discrecionalidad y ausencia de mecanismos institucionales y sociales de control».
Juzgue usted si en Guatemala no vamos por ese camino indicado por los anteriores síntomas e indicios, con los constantes ataques y la difamación contra la sociedad civil organizada, así como contra la Corte de Constitucionalidad como órgano de control de la constitucionalidad y el Procurador de los Derechos Humanos como contralor de los derechos fundamentales.
Claro está que ninguna acción humana puede presumir perfección. También merecen especial atención algunos partidarios de la lucha contra la corrupción sin garantías judiciales y la realización de juicios paralelos en redes sociales, los cuales atentan contra el honor de las personas, desvalorizan la presunción de inocencia y abogan por un uso desmedido de la prisión preventiva.
Incluso, algunas resoluciones judiciales en el contexto pueden ser debatidas académicamente —sin que ello implique desobediencia—, pero no debemos perder de vista que nos encontramos ante una estrategia de lawfare para enterrar la lucha contra la corrupción. Y ante eso no se debe responder con apatía o división, sino con organización y con los derechos humanos en mano.
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