Mientras de este lado del Atlántico Obama y su familia paseaban bajo la lluvia por el viejo casco de La Habana y el presidente estadounidense inauguraba una nueva era en las relaciones con la isla hablando de reconciliación y paz, el terrorismo recordaba la inexistente diplomacia entre los militantes del Estado Islámico y la vieja Europa, sembrando de nuevo caos, confusión y luto. Si recién en noviembre pasado las células locales del yihadismo atacaban el centro intelectual y cultural por excelencia en la capital francesa, el martes el blanco era el centro político de Europa en la capital belga. Esto, sin contar otros atentados recientes en Burkina Faso, Malí, Turquía, Irak y Pakistán, aunque con menos cobertura mediática.
En efecto, no puede haber mayor cisma entre la luz y la oscuridad que los actos de barbarie cometidos en nombre de cualquier fanatismo, sea este ideológico o religioso. En cuanto a este último ataque, Laurent Joffrin, el director editorial del periódico francés Libération, lo resumió claramente cuando expresó que el terrorismo pretende crear una teocracia regresiva, un califato fundado sobre un islam desfigurado, agrediendo al califato de los derechos del hombre.
El fenómeno de los extremistas yihadistas remite a muchos a compararlos con las pandillas en América Central, y su primera reacción es el exterminio. Armar una guerra despiadada hasta dar con el último yihadista en el planeta o aniquilar a los mareros en las colonias marginales sin el recurso a la justicia ofrece la ilusión de ser la solución a problemas más complejos, pero sin atacar sus raíces. Las tácticas y las motivaciones de los jóvenes musulmanes y de los pandilleros centroamericanos tienen muchos paralelismos: las expresiones organizadas de violencia (efecto sorpresa, uso indiscriminado de violencia, actos inhumanos, control de territorio), lealtad (religiosa fundamentalista para unos, de protección y supervivencia para otros) y honor son similares.
Para ambas juventudes es una percepción de falta de pertenencia y una manera de contrarrestar la exclusión, sea esta étnica o económica. En el caso de los jóvenes de origen árabe, como indagan estudiosos del fenómeno yihadista en algunos países de Europa en las últimas décadas, la reacción de los estos es la consecuencia de décadas de segregación social, territorial y étnica dentro del conjunto de la sociedad. En el caso de las maras se podría decir lo mismo, además de que afecta de por sí el ya complejo fenómeno de las migraciones circulares: jóvenes exconvictos que son reclutados para combatir en Siria y luego regresan a Europa sin ser detectados por los sistemas de inteligencia. O como los jóvenes centroamericanos que huyen de la violencia social, pero que encuentran a sus pares en pandillas estadounidenses, y que luego son deportados, de tal modo que dejan estela en la ruta del migrante, como explica Édgar Gutiérrez.
Mientras los servicios de inteligencia internacional aceitan mejor sus sistemas para coordinar información y anticipar mejor ataques prevenibles, los Gobiernos tienen como tarea imprescindible invertir en programas sociales vigorosos, comprensivos y sostenidos. Es imperativo crear escuelas, empleos, viviendas y espacios sociales menos segregados, de manera que se erradique de sus estructuras y sistemas el racismo, que permea las políticas para mejorar la inclusión social. Solo así la aserción de Joffrin sobre derechos del hombre cobrará significado para todos, y no solo para algunos. Reaccionar con más violencia contra un enemigo no convencional es negar que quizá el enemigo es interno y reside en la ineficacia de integración de sus juventudes y de oportunidades para estos. Lo mismo se aplica en el Triángulo Norte centroamericano, así como en decenas de ciudades estadounidenses.
En la pintura de Magritte se aprecia un foco iluminado entre la claridad y la oscuridad. Rechazar el statu quo es darle un chance a esa luz antes de que toda racionalidad por medio de soluciones políticas se apague completamente.
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