Después de la tragedia de El Cambray II, un alud que destruyó más de dos centenares de casas en Santa Catalina Pinula el 1 de octubre del 2015, escribí: «A ojos vistas, sin perjuicio de raíces más profundas, las causas y consecuencias de un desastre nos vienen guangas. Un período de dolor y una descolorida protesta después del impacto es suficiente para calmar conciencias y distraer la mente. La fase de prevención del siguiente suceso queda en papel y letra muerta. ¿O acaso no estamos —solo— esperando el próximo terremoto?»[1].
Ocho años no fueron suficientes para prevenir otro suceso similar. Esta vez fue en el asentamiento Dios es Fiel, localizado abajo del puente El Naranjo. Una correntada del río arrastró muchas viviendas y son, cuando menos, diecinueve personas las desaparecidas. Algunos cuerpos ya están siendo rescatados entre el lugar de la tragedia y Tierra Nueva, Chinautla, otro municipio de la región metropolitana del departamento de Guatemala.
No quiero imaginar siquiera qué sucedería en caso suframos un terremoto como el acaecido el 4 de febrero de 1976. Cuando se sobrevuela la ciudad capital puede observarse que todas las escarpadas de las honduras que la circundan están repletas de casas. Muchas desafiando las leyes físicas conocidas.
Siempre he insistido que hay dos categorías que debieran de hacer acopio de aprendizajes en cada calamidad sufrida. Una es la personal porque, seguro estoy, pocas personas tenemos localizadas en nuestras viviendas los espacios que consideramos vitales en caso haya un sismo de gran magnitud.
La otra es la estatal. En este nivel, el comportamiento es similar en todos los países de tercer y cuarto mundo. Quedan al desnudo los Estados y sus gobiernos tal cual: poco previsores, sin capacidad de respuesta inmediata y con poco juicio para reaccionar eficazmente en momentos de crisis.
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Sin perjuicio de ese acopio que nos está quedando como adeudo, vale la pena tomar conciencia de que en la categoría personal los espacios para tomar acciones preventivas son cada vez menores, si no ínfimos. ¿Cómo se le puede pedir buen juicio para mitigar el impacto de una catástrofe a una familia que tiene cinco o seis metros cuadrados para construir una covacha en una ladera donde arriba hay un puente y colonias urbanizadas y abajo un río convertido en un insalubre y enorme desagüe citadino?
Razón tienen las personas afectadas cuando se quejan de los avisos de prevención que reciben porque, más allá de la reconvención, nunca se les ofrece solución al problema que padecen. Estamos, estimado lector, ante la desgracia cebada sobre quienes sufren pobreza y pobreza extrema.
Por las razones anteriores, cuando sucedió el desastre en El Cambray II razoné en el artículo citado: «En el entretanto, se ha sabido que en nuestro país la cifra escamoteada al fisco por medio del contrabando y el fraude aduanero —entre los años 2012 y 2015— ronda la cantidad de 14 millardos. ¡Por Dios! ¿Puede imaginar usted acaso 14,000 millones de quetzales juntos? A mí me cuesta. Pero ¿podemos imaginar siquiera cuántos sucesos similares a lo acontecido en Santa Catarina Pinula podrían evitarse en el futuro si ese dinero fuese recuperado?»[2].
Pregunto, ¿se habrá recuperado aquel dinero?
Esos asentamientos humanos —como el afectado bajo el puente El Naranjo— son la antesala de las migraciones que se originan en los cinturones de miseria. Y, considerando que las remesas son fundamentales para nuestra economía, cuestiono: ¿se trata de poca previsión de los Estados (la permisividad en cuanto el establecimiento y el descuido de esos asentamientos, por ejemplo) o escenarios calculados para fomentar la emigración y la posterior captación de remesas?
Según el artículo Impacto de las remesas en las decisiones de los hogares de Guatemala (14 agosto 2018) de Esther Pérez Ruiz, jefa de Misión para Guatemala en el Hemisferio Occidental del Fondo Monetario Internacional: «Las remesas son el segundo rubro de ingreso de divisas, después de las exportaciones, y superan con creces los ingresos en moneda extranjera derivados del turismo o de la inversión extranjera directa»[3].
Sí, estimado lector, se trata de nuestro país, se trata de Guatemala.
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