La Real Academia Española define ilusión como una representación sin verdadera realidad, sugerida por la imaginación o con engaño de los sentidos. Es algo así como creer que Neto Bran, por poner una oficina en el mercado y llevar una pistola en la cintura, ya con eso acabó con las extorsiones y le arregló la vida a la gente del mercado. O que, al estar él de policía de tránsito, ya se puso en los zapatos del agente de tránsito y el tráfico será expedito. Su representación es un mero engaño a los sentidos, efectivo para una población que vive sujeta a la ilusión del orden y a la industria del miedo.
La ilusión del orden es muy peligrosa en el sentido de que aleja al ciudadano de exigir propuestas de fondo, es decir, este se conforma con cualquiera que se ponga sombrero y haga un desfile hípico, en lugar de exigir un político serio, que tenga un plan de desarrollo sostenido o concepto de gestión administrativa. Este evento de ilusión del orden le permite al político ofrecer flores y jardines en medio del arriate de una calle, y nunca sistemas de gestión de aguas residuales, manejo de desechos sólidos y gestión de riesgos naturales, entre muchas otras cosas.
Mientras las personas viven en esa ilusión, la industria del miedo crece. Cada vez se vende más la idea de que hay mayor necesidad de seguridad privada, de militares para la seguridad ciudadana, de cerrar más calles, de tener cada uno su propio carro y de andar por ahí en la vida etiquetando a quien se cree que puede ser delincuente. Como bien dice el profesor Alberto Binder, la industria del miedo hace que las empresas de seguridad privada sean rentables. Y si el negocio se viene abajo, dichas empresas tienen las armas, la gente y la posibilidad de armar cualquier crimen de magnitudes insospechadas para hacerse necesarias. Para esto aprovechan, por supuesto, su vinculación con políticos, a los cuales financian a sabiendas de que son parte del show de ilusiones.
Para muchos, la industria del miedo se soluciona con el modelo militar, caduco para todo lo que tiene que ver con ciudadanía civil. Este se sigue aplicando porque «el mismo alcalde lo pidió» o, como dice el ministro o el presidente, «él fue quien vino acá a mi despacho para que le pusiéramos un destacamento en su municipio». Y fíjese que puede ser cierto, porque, ante su carencia de conocimientos y de gestión y ante la falta de planes políticos serios, prefiere tener al Ejército allí, parado en la calle, en vez de tenerlo atendiendo las verdaderas causas de la inseguridad y del delito.
Hay unos más hábiles que otros. Por ejemplo, están aquellos que proponen crear más delitos para resolver las situaciones sociales del país. Es más: hay algunos que dicen que la «pena de muerte es una política de seguridad y de orden» (siempre que escucho eso pienso que algún politólogo llora amargamente su destino). En todo caso, los ilusionistas del orden y de la industria del miedo, los más hábiles, proponen más delitos y penas drásticas para solucionar todas las desgracias de la ciudadanía.
Los efectos de la guerra son claros. La gestión administrativa del Estado es de desorden, de corrupción y de favorecimiento de poderes subterráneos, con algunos viejos poderes que se resisten al papel secundario que les corresponde en la actualidad. Mientras tanto, todas las personas que habitamos este país quedamos como simples instrumentos del poder. Y hay personas tan instrumentalizadas que adoran a estos ilusionistas.
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