Pocas semanas después discutíamos enérgicamente la posibilidad de continuar organizándonos y convocando a manifestar. Exigir renuncias no era suficiente y definitivamente no daba respuesta a las causas que nos habían llevado a este punto en la historia. Lo constatábamos en las redes sociales, en esos encuentros de los sábados en el Parque Central, en los medios de comunicación, en las conversaciones con personas que habían invertido vidas enteras en las luchas sociales y políticas y en lo que sucedía en otros departamentos del país. Pocas veces he tenido momentos de repentina claridad. Esa electricidad que hace temblar las manos, aniquila el miedo y diluye la emoción en lágrimas inoportunas que amenazan con escaparse. Es en ese instante en que el dolor, las incoherencias y los anhelos hacen las paces entre sí y cobran sentido.
Esta vez, además, no estaba solo. Aún me conmueve recordarlo.
Pero ¿cuál era la ruta a seguir? ¿Qué reformas eran necesarias y por dónde comenzar? ¿Y quiénes éramos nosotros para tratar de impulsar algo así? No teníamos las respuestas ni la experiencia, pero sí la determinación y la gran oportunidad de buscarlas a través de la información, la formación, la articulación y la incidencia política. Así nacía JusticiaYa en mayo de 2015: cinco personas muy diferentes, incómodas de distintas maneras ante la normalidad y convencidas de que dos protestas no eran suficientes. Vislumbrábamos juntos el llamado a hacer confluir nuestros proyectos de vida entre las olas de indignación e incertidumbre. Las campañas de desinformación y descalificación (a las que nos hemos ido acostumbrando y que distan de la crítica que es esencial) ya nos habían alcanzado para entonces y nos habían vinculado falsamente a partidos políticos corruptos o a la noción absurda de que habíamos sido manipulados (o pagados en el peor de los casos) por extranjeros o por supuestos grupos extremistas para organizar las protestas.
Decidimos contar nuestra versión de los hechos para contrarrestar todo esto y también acordamos colaborar más de cerca con otras organizaciones y otros colectivos. Me tocó asumir el rol de vocero, ya que, al trabajar en una empresa propia, no ponía en riesgo mi sustento como los demás. Comenzamos a dar declaraciones a los medios de comunicación, a escuchar y conocer otras luchas y a intentar diferentes tipos de acciones más allá de las manifestaciones de los sábados.
Lo que sí teníamos muy claro es que no podíamos volver al silencio y a la apatía, que lo alcanzado hasta entonces era la suma de bastantes personas más allá de nosotros y que la intención genuina de organizarnos y movilizarnos era el propósito compartido de una sociedad distinta y la democratización del poder y de las oportunidades. Así han transcurrido dos de los años más intensos y de mayor aprendizaje y transformación personal que he vivido. No ha sido nada fácil pertenecer y desarrollar conjuntamente una organización política no partidista que surgió de la coyuntura y que se sostiene en gran parte gracias a la infraestructura afectiva que hemos logrado construir, por momentos con el corazón completamente roto. Esa pequeña comunidad que nos ha permitido reconocernos individual y colectivamente entre el ruido, los ataques, la arrogancia, la rebeldía, los egos y la ingenuidad.
Uno de los mayores desafíos ha sido procurar la coherencia y la empatía en el entorno rudo y sucio de la política guatemalteca, donde fingir o amenazar son algunos de los mecanismos que facilitan la supervivencia y relevancia política. Aún hay gente que cree que nos deben de estar pagando para seguir en estas. Este es otro de los paradigmas que queremos romper. Dentro de todo, me cuesta imaginar mi vida sin JusticiaYa, sin las interminables conversaciones, las reuniones repetitivas, los abrazos espontáneos, las lágrimas compartidas y los pequeños triunfos que nos confirman que vamos en la ruta correcta.
Vaya si no nos hemos equivocado y vaya si a veces no nos hemos ahogado en un vaso de agua. Entonces nos repetimos: se vale cometer errores y hay que enmendar, pero no se vale engañar y engañarnos. Insistimos en que quizá las cosas no han cambiado a nuestro alrededor, pero nosotros sí lo hicimos y lo seguimos haciendo. No todos los miembros de la organización aspiramos al servicio público, pero sí buscamos la transformación política y social del país desde distintos espacios. En mi caso y de momento, desde lo que mejor conozco: el emprendimiento social.
La participación política es un deber y requiere lo mejor de cada uno. Los verdaderos liderazgos políticos florecen desde allí y ya los hay, aunque aún no sean tan visibles. Por lo mismo, con frecuencia nos cuestionamos si hemos hecho todo lo posible por asegurar que lo que se camine sea para beneficio de todos (y no solo de los de siempre), especialmente para quienes viven en situaciones más vulnerables. Pero ¿es válido luchar por algo que no nos atraviesa completamente y sin lo cual, si no se resuelve, podemos seguir con nuestras vidas como si nada sucediera? ¿Fue arrogante e imprudente de nuestra parte asumir como propia la oportunidad que se presentó en 2015? Si así fue, ¿cómo enmendar y reconducir? Si no fue así, ¿qué hemos logrado construir hasta ahora? Y la pregunta esencial: ¿cómo ha contribuido nuestro trabajo a mejorar la calidad de vida de otros?
Dos años después, a pesar del aumento de campañas contra nosotros y de muchos otros obstáculos, seguimos aquí, defendiendo lo que creemos sin miedo. Estamos en el lugar donde debemos estar, conscientes de que los procesos son tan importantes como los resultados. Estamos convencidos de que hay que recuperar la política. Somos gente inconforme, incómoda con la realidad, imperfecta y a veces errática, pero organizada. Con actitud de aprendizaje y vocación colectiva buscamos marchar con determinación y humildad detrás de las palabras que pronunciamos, con el claro propósito de invertir nuestros privilegios y nuestras vidas en la construcción (desde lo privado y lo público) de realidades más justas, equitativas y felices. Si no es ahora, ¿cuándo? Si no somos nosotros, ¿quiénes?
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