Una procesión pasará frente al Parque. Justo en la esquina donde se encuentran las oficinas de la Empresa Eléctrica hay un toldo. Es un asunto sobre empleadas domésticas. Reparten unos folletitos de color rosado. A veces, de manera voluntaria, me detengo a ver procesiones con el afán de escuchar las marchas que tocan las bandas aunque no reconozca ninguna sola.
Parece que es una procesión infantil. Ya pasó la imagen que sólo cargan los niños, ahora toca las que sólo cargan las ni...
Una procesión pasará frente al Parque. Justo en la esquina donde se encuentran las oficinas de la Empresa Eléctrica hay un toldo. Es un asunto sobre empleadas domésticas. Reparten unos folletitos de color rosado. A veces, de manera voluntaria, me detengo a ver procesiones con el afán de escuchar las marchas que tocan las bandas aunque no reconozca ninguna sola.
Parece que es una procesión infantil. Ya pasó la imagen que sólo cargan los niños, ahora toca las que sólo cargan las niñas. Habrá cambio de turno. Un grupo de 12 niñas vestidas de un blanco impoluto forman dos filas. Se ven nerviosas. Sonríen a quienes las ven. Habrá cambio de turno justo frente al toldo de las empleadas domésticas mientras la banda toca una marcha fúnebre frente al toldo de las empleadas domésticas.
En el toldo hay una adolescente vestida de payasita. Ella es la que reparte los folletos que pocos reciben. Hace gestos de no entender el rechazo de la gente que parece más interesada en la procesión de los niños. La chica que intentaba extirpar el grano del tipo intimidante tenía un folletito de éstos sobre sus piernas. Me alejo. Enfilo por la sexta avenida leyendo el folletito. Ya lo que todos sabemos pero que nos empecinamos en ignorar. Ellas tan solo piden leyes que las protejan. Pero ni siquiera el folleto les recibimos.
Frente a la demoníaca cadena de hamburguesas, tres tipos tocan una marimba. Son tres chicos, jóvenes y con rasgos que me hace suponer que son indígenas. No sé si exista otro instrumento al que se pueda golpear y que a cambio devuelva sonidos con una dulzura tan adolorida. Me quedo ahí.
En mi línea visual, logro ver, primero la marimba y al final la eme dorada. La música me pone insoportablemente sentimental. Quiero llorar, siempre quiero llorar. Algunas personas han sacado el celular para grabar a los chicos. Tocan sones. No es una marimba doble y tampoco hay redoblantes. Nada de arreglos occidentalizados con ritmitos adormecedores y fáciles. Nada, tan solo marimba pura, que le dicen. Hasta donde no llegan las notas altas de la marimba, llega una especie de chirimía que toca el que evidentemente parece ser el líder de este trío. La gente aplaude, me acerco al sombrero, me agacho y me voy.
El resto de calles rumbo a mi casa están casi vacías. Pareciera que nada pasa en este domingo caluroso y soleado. Esta ciudad pudiera arder como una campiña seca y sin viento. Y el fuego lo podrían alimentar todas nuestras costumbres y cualquier cantidad de folletos. De todos modos, nunca lo notaríamos.
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