Los síntomas y los signos de un estallido social a corto plazo están apareciendo. Veamos algunos:
- No hay semana, y en algunas semanas no ha habido día, en que un accidente en la carretera al Atlántico (particularmente entre la ciudad capital y El Rancho) no detenga el tráfico hasta por 48 horas, como sucedió con el último tráiler que se empotró en una casa. La irascibilidad de los pilotos de transporte liviano y pesado está llegando al extremo de agredirse por cualquier controversia. Se supo de dos que pelaron machete en plena vía y provocaron terror entre los transeúntes. Había mujeres y niños.
- Los asaltos y los asesinatos siguen en aumento. Hace tres días, en una colonia cercana al barrio donde yo vivo, acribillaron a una jovencita de 17 años cuando amamantaba a su pequeño hijo, de tan solo 15 días de nacido. Murieron ambos. La cólera no se hizo esperar entre las personas que conocieron el hecho. Las redes sociales se atiborraron de insultos y, como decimos coloquialmente, cacharon hasta instituciones que nada tenían que ver con el hecho. Seguro estoy de que, si hubiesen capturado al hechor o a un presunto hechor, lo habrían desollado vivo. Simplemente ya no se aguanta más. La venganza está suplantando a la justicia por incompetencia del Estado.
- La canasta básica vital es inalcanzable para un grueso sector de la población. Según las cifras noticiadas el mes pasado, ronda los Q7 940. Imposible siquiera paliar el hambre. Supe de un caso terrible. Un día (de cuya fecha no quiero ni acordarme, habría dicho Miguel de Cervantes), una abuela octogenaria y tres nietecitos a su cuidado solamente tenían cinco tortillas y un huevo para comer. Afortunadamente, una persona se percató de ello y solventó la situación inmediata. Luego, una iglesia se hizo cargo del socorro a un plazo más mediato. No obstante, la ira rebasó los pensamientos y desfogó por las palabras, ya que el desaliento y la desesperanza son inaguantables. La extrema pobreza ha llegado a los límites tolerables.
Irascibilidad, desesperación y hambre son componentes de la angustia de existencia que aflige a las clases pobre y media guatemalteca. Dicha impaciencia se constituye en caldo de cultivo para un estallido social de impredecibles consecuencias.
Los ánimos también se exacerban porque, junto al padecimiento o a la noticia de semejantes carencias, al mejor estilo de los accidentes en la carretera al Atlántico, no hay día de Dios en que no se conozca de más y más escamoteos a la hacienda pública. Y, no obstante el Ministerio Público y la Cicig están haciendo lo suyo como nunca antes había sucedido en Guatemala, el dolor de no saber adónde han ido a parar nuestros dineros (los de los impuestos) o los dineros que habrían servido para evitar tanta aflicción llama indudablemente a la rabia y al arrebato.
Encima, los muñecos de ventrílocuo de quienes tanto he argüido en mis artículos anteriores intentan porfiadamente hacernos creer que sus patroncitos son santos e inmaculados y que la culpa de lo que sucede en Guatemala la tienen Chávez, la Cicig, el MP y la injerencia extranjera. No entienden las cajitas de resonancia que el pueblo ya abrió los ojos y que tanta insistencia (necia y falaz) también encabrona.
En una de las mejores obras del antropólogo Carlos Cabarrús, S. J., encontré algo acerca de la ética económica: «Desde la ciencia económica hay tres principios que deben marcar el norte de la actuación ética: el principio de la solidaridad, el principio del destino universal de los bienes y el principio de la producción de la riqueza en forma justa»[1] (las cursivas están en el original)[2]. Dicha afirmación la argumenté durante una reunión en la que confluimos cinco personas para dialogar sobre diferentes coyunturas, una de ellas el allanamiento a ciertas oficinas el 4 de agosto recién pasado. Mayúscula fue mi sorpresa cuando un amigo que se confiesa muy intelectual me dijo: «¡Vos, no digás eso!». Le pregunté la razón y me respondió: «¡Porque yo creo que eso es comunismo!».
Me acuso de haberle contestado dos imprecaciones: «¡las pelotas del marrano!» y «no hay peligro más grande que un tonto con ideas». Conste que no son de mi autoría.
Me retiré de la reunión. Durante mi caminar recordé al filósofo y psiquiatra Viktor Frankl (sobreviviente de Auschwitz y de Dachau), quien, producto de sus terroríficas experiencias, enunció: «Ante una situación anormal, la reacción anormal constituye una conducta normal».
A decir verdad, los últimos gobiernos, incluido el actual, nos han colocado en situaciones de extrema anormalidad. ¿Qué se puede esperar entonces sino una respuesta anormal? Indudablemente, un estallido social está cerca. Evitarlo está en nuestras manos. Me refiero a evitarlo nosotros, el pueblo que paga sus impuestos y que sufre a diario las consecuencias de la incapacidad y de la corrupción. Por ningún motivo debemos atizar la espiral de la violencia. ¿Razones? Entre otras, solamente estaríamos haciéndoles el juego a quienes en este momento les conviene un caos.
Hasta la próxima semana, estimados lectores.
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[1] Cabarrús, Carlos (2006). La danza de los íntimos deseos. Siendo persona en plenitud. Bilbao, España: Desclée de Brouwer. Pág. 49.
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