La historia nos demuestra que los ejércitos han sido y son armas políticas poderosas y peligrosas. Para comprender la dimensión del peligro, baste revisar la historia de la Reichswehr, el ejército alemán durante la república de Weimar, en la Alemania del período entre las dos guerras mundiales. Era el heredero del Reichsheer, el ejército imperial alemán derrotado en la primera guerra mundial, integrado por soldados y oficiales molestos por las imposiciones severas del Tratado de Versalles, con el cual las fuerzas vencedoras impusieron la paz en 1919, con sanciones y restricciones severas para Alemania.
Hay consenso entre los historiadores de que la ociosidad y la molestia en la Reichswehr en tiempos de paz, y especialmente en las organizaciones de veteranos de la primera guerra mundial (por ejemplo, la Stahlhelm o Liga de Soldados del Frente Cascos de Acero), supeditados a un gobierno civil, y socialdemócrata como agravante, fueron un factor clave para el ascenso al poder del nazismo. Fue la ideología extremista de derecha, el descontento y la ociosidad la que transformaron la Reichswehr en la Wehrmacht, el ejército de la Alemania nazi, perpetrador de crímenes de lesa humanidad y del Holocausto junto con las SS.
Durante los 36 años que duró la guerra civil, entrenado y especializado en operaciones de contrainsurgencia, el Ejército de Guatemala también perpetró crímenes de lesa humanidad y un genocidio asesinando de forma sistemática a la población civil tipificada como enemigo interno. La Asociación de Veteranos Militares de Guatemala (Avemilgua), al igual que la Stahlhelm, es una organización de extrema derecha cuyos miembros reclaman el poder impune que detentaron y las glorias pasadas cuando asesinaron a la población civil que habían jurado proteger.
Hoy, firmada la paz y cada vez más en el pasado la guerra fría que enmarcó ideológicamente la guerra civil de Guatemala, el Ejército de Guatemala está ocioso. Para justificar su existencia ha buscado oficios alternos a asesinar a la población, de modo que ha duplicado tareas propias de las autoridades civiles: obras de ingeniería civil; servicios médicos; fabricación de armas, municiones y pupitres; bacheo de carreteras; etc. Y, bueno, al igual que los civiles más corruptos, también robar y saquear el erario público. Son muchos los paladines de la corrupción militar guatemalteca: Otto Pérez Molina, Byron Lima, López Bonilla, López Ambrocio, Juan de Dios Rodríguez, Juan Carlos Monzón, Salán Sánchez, Ortega Menaldo, etcétera, en numerosos y variopintos casos de corrupción.
Con un sentimiento de nostalgia trasnochada, los militares guatemaltecos intentaron volver a marchar por las calles para celebrar un aniversario más de existencia. Jimmy Morales ya había accedido, pero pronto se dio cuenta del rechazo ciudadano a volver a ver desfilar a una institución asesina y corrupta.
El convencimiento creciente de su inutilidad, cada vez más casos de militares acusados de corrupción, los recortes presupuestarios para atender prioridades como el gasto social y el rechazo de sus intentos de reivindicación, como la idea de volver a desfilar, tienen molestos al Ejército y a sus veteranos. Molestia que empieza a configurarse en algo así como: «Bueno, no nos quieren haciendo cosas de civiles, pues mejor volvemos a lo que sabemos hacer». Es decir, golpes de Estado, crímenes de lesa humanidad en contra de la población civil y corrupción rampante. Lo único que saben hacer.
¿Cuál es la razón que justifica la existencia del Ejército de Guatemala? ¿No sería mejor suprimir un arma peligrosa que está allí, ociosa y esperando a que alguien la active y use? ¿Acaso no convendría reorientar los recursos financieros del Ejército?
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