Mi infantil vida espiritual era una interminable conversación con Dios en la que a veces pedía perdón y a veces pedía cosas. Básicamente, se basaba en pedir. Me volví una experta en las peticiones, una experta en desear cosas, una experta en la insatisfacción. Para mi mala suerte, este talento nunca funcionó con mi mamá porque, no importa cuánto le pidiera algo, a veces la respuesta era un rotundo no.
Decidí que quería tener mascotas, pero, como mis habilidades para pedir no eran sufic...
Mi infantil vida espiritual era una interminable conversación con Dios en la que a veces pedía perdón y a veces pedía cosas. Básicamente, se basaba en pedir. Me volví una experta en las peticiones, una experta en desear cosas, una experta en la insatisfacción. Para mi mala suerte, este talento nunca funcionó con mi mamá porque, no importa cuánto le pidiera algo, a veces la respuesta era un rotundo no.
Decidí que quería tener mascotas, pero, como mis habilidades para pedir no eran suficientes para convencer a mi mamá, entonces decidí tomar medidas más drásticas: le pedí a Dios un par de pajaritos, dos. Pienso en las aves de dos en dos. Eso es porque escuché alguna vez que hay unos pajaritos que están juntos todo el tiempo y que, si uno se muere, el otro también se muere. También se mueren si los separan, no sé bien por qué. No sé, pero no pueden vivir el uno sin el otro. Además, parece que tienen cierta tendencia a morirse. O tal vez su capacidad para sentir tristeza es tan grande que los lleva a la muerte. No sé, no sé, no sé. Ni siquiera sé si es verdad. No sé. Pero desde pequeña tengo una fe absoluta en las cosas poco probables.
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Poco después de haberlo pedido, entraron a mi casa. Aún no sé por dónde, no sé, entraron a mi casa dos pájaros, de esos pequeños que caminan dando saltitos. Se quedaron en la esquina de una ventana el tiempo suficiente para que yo subiera a una silla y pudiera agarrarlos. Era como si hubiesen perdido la capacidad de volar o hubiesen adquirido la habilidad de dejarse atrapar. Los tomé con mis pequeñas manitas y los metí en una caja. Era una caja grande, lo suficientemente espaciosa para un par de aves que caminan dando saltitos. Tal vez era la caja de una televisión, no me acuerdo. Los pájaros se quedaron allí. Nunca los forcé. Fue su voluntad o una especie de resignación, no sé, no sé. Quisieron quedarse. O por lo menos no parecía que quisieran irse. Estaban tan dispuestos a quedarse que tuve miedo de que se fueran. Y el miedo me hizo a hacer algo tan infantil como mi fe: puse una sábana sobre la caja para que no pudieran escapar.
No sé cuánto tiempo dejé a esas aves dentro de la caja, pero, cuando levanté la sábana para verlos, estaban muertos. Agarré a uno, y su pequeña cabecita parecía no estar pegada al cuerpo más que por la piel. O qué sé yo. No sé mucho sobre anatomía de aves. Sostuve su cuerpo en mi mano mientras su cabeza colgaba. ¿Se le quebró el cuello? No sé. ¿A los pájaros se les quiebra el cuello cuando están dentro de una caja? No sé. ¿Se murió uno y luego el otro se murió de tristeza? No sé. ¿La caja estaba tan oscura que no se podían ver y se murieron porque pensaron que los había separado? No sé. ¿Yo los maté? No sé, no sé, no sé, no sé, no sé, no sé, no sé, no sé… Yo no sé de pájaros. Ni de fe. Uno piensa que la fe mueve montañas cuando en realidad la fe hace aparecer pájaros. ¿Fue Dios? No sé. Lo que sí sé es que Dios no es un genio de los deseos. Y aunque lo fuese, seguramente no sabríamos qué hacer si nos diese lo que le pedimos.
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