En los últimos días ha acaparado la atención lo ocurrido a principios de la semana. A eso de las 11:46 horas del martes leímos: «El desbocamiento por la crecida del río El Naranjo tras las intensas lluvias que han azotado a la capital guatemalteca causó el lunes la muerte de seis personas y dejó al menos 12 desaparecidos, entre ellos unos 10 menores de edad» (AP, 26/9/2023). Pocas horas después, en la actualización de datos a las 20:09 horas se reportó que la correntada «dejó varias personas desaparecidas: 18…» (Germán Gómez, Prensa Libre). Es decir, lo obvio, la ya precaria vida chapina es aún más vulnerable si se vive en uno de los múltiples asentamientos que hay en la capital a tal grado que impide conocer de primera mano incluso el número de personas que ahí habitan y, por ende, se desconoce también el número exacto de los afectados.
«Para qué viven ahí», dirá más de alguno poco empático y además desconocedor de las condiciones económicas en que sobreviven millones de guatemaltecos. ¿Qué lleva a las personas al hecho de insistir en habitar un sitio al que con antelación las autoridades declararon como zona de riesgo? Nada más sencillo que la pura y llana necesidad de no contar con otras opciones.
Por ello, la naturaleza, que además de sabia es implacable, con su acción imparable nos muestra año con año aquello a lo que, como sociedad, tampoco, prestamos atención. No es solo, por supuesto, el problema de la falta de vivienda, sino también el de las instituciones, el de explicarnos por qué razones a pesar de los avisos y alertas las personas habitan ciertos lugares, por qué las autoridades correspondientes (pese a las advertencias de desastres) no accionan en la búsqueda de soluciones para prevenir la pérdida de vidas. ¿Se ha hecho algún estudio en donde se evalúe cuánto cuesta, en términos de inversión, prevenir estos desastres en lugar de atender a las consecuencias? Si existe, ¿por qué no se pone en práctica?
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En esta ocasión las víctimas, a quienes en este drama de la vida real se las llevó el río, ya para la actualización del miércoles 27 de septiembre suman nueve fallecidos (La Hora.gt, Jessica Pérez). Son un bebé de seis meses, un niño de dos años, una niña de cinco, cuatro mujeres y dos hombres adultos. Incluso, en estos casos, vemos cómo las mujeres siguen siendo la mayoría. Cabe preguntarnos, ¿qué apoyo reciben los sobrevivientes? Además de los rescatistas, bomberos y demás personas que atienden estas emergencias, ¿quiénes velan porque su dolor, el shock, el miedo sea atendido? Asimismo, ¿qué están haciendo las instituciones correspondientes para prevenir estas situaciones? No se sabe. De nuevo, el desamparo instalándose como el pan cotidiano de la guatemalidad.
Lo cierto es que ahora la tragedia ocurrió bajo un puente e ignoramos qué pueda suceder aún por otros rumbos, pues las lluvias aún continúan. Vemos que el país hace aguas por todas partes: si no es una cosa es otra. Hay correntadas bajo los puentes y arriba grietas, rajaduras, hoyos y demás. Esto en toda la infraestructura, sobre todo en las carreteras. Ello como resultado del inadecuado manejo de los recursos, de la corrupción, de la falta de seguimiento a los proyectos, entre otros factores. Sin duda, ahora sí, la metáfora en la que a todos los que compartimos este territorio nos está llevando el río es cada vez más certera.
Ojalá que aquí terminen estas tragedias. Ojalá que sintamos al menos una leve empatía por el dolor de los otros. Ojalá que con los días seamos capaces de reconfortarnos no en el poder de la destrucción, de la venganza o del revanchismo. Ojalá que nos enfoquemos en la reconstrucción de lo bueno que hemos perdido. Ojalá que veamos este territorio como la tierra que todos habitamos. Ojalá que trabajemos por la construcción de nuevos y mejores caminos. Ojalá que contemos con la posibilidad de una vida individual y colectiva más protegida, más digna y un poco más segura.
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