La mecánica que descubre es sencilla y está bien descrita: los actores políticos buscan espacios de incidencia para acceder al poder del Estado. Si no lo depredan directamente, al menos intentarán morder las orillas del pastel público por medio de contratos ganados con maña, repartiendo empleos o desviando la inversión social. En este contexto, el financiamiento de campaña es un préstamo a restituir cuando se llegue al poder, y el primer criterio de selección de burócratas no es la idoneidad técnica, sino su docilidad para satisfacer las demandas de los voraces financiadores. Inmersos en esta carrera por controlar el poder y dispensar la riqueza pública encuentra Chicola, en primera instancia, a los partidos, pero también a otros actores organizados, incluyendo «sindicatos, grupos indígenas, profesionales, etcétera».
El argumento es elegante pero incompleto, pues el etcétera con que termina la cita oculta tanto como explica. ¿Quién falta? Las élites históricas, por supuesto. Tenemos un sistema patrimonial, sí, pero no es nuevo. Las últimas tres décadas no lo establecieron. Solo facilitaron su diversificación, desorganización y corrupción extremas.
En el pasado el fisco ya era depredado sistemáticamente. La exclusión, incluso legal, legitimaba el acceso de solo pocos actores al erario. Aparte de 1871 —cuando entró la burguesía quetzalteca—, del paréntesis de 1944-54 —que retó infructuosamente la mancuerna entre élite local e inversionistas estadounidenses— y de los 36 años de guerra —que abrieron una puerta a los militares—, un mismo estamento mantuvo control del Estado patrimonial desde tiempos coloniales hasta 1985.
La Constitución de 1986 y los acuerdos de paz insinuaron que más gente accedería al poder a través de la democracia. Con ingenuidad se enfocaron en procesos políticos y dejaron intacta la organización de la economía, especialmente después de la maliciosa reforma constitucional de 1993. Visto en retrospectiva, el error es obvio: democratizar el acceso al poder del Estado patrimonial no inauguró una mejor república, sino que desató una batalla campal por controlar los bienes del Estado. Contra las élites antiguas comenzaron a competir burócratas devenidos en usufructuarios de monopolios y una nueva generación de cooperativistas empresariales. Tras ellos, el diluvio. Cualquier alcalde cuatrero, militar corrupto o dipunarco se lanzó a apropiarse de la tajada del fisco que le quedara más a mano.
La batalla dejó rastros en una alternancia perversa. Mientras los gobiernos de élites se concentraron en cerrar negocios conectando la manguera del dinero público directamente al estanque de sus empresas (piense en Arzú o Berger), los gobernantes clasemedieros, sin empresas, optaron por cortar la manguera y recoger lo que rebalsara y llevarse el dinero para armar sus propios negocios con la esperanza de eventualmente hacerse ricos respetables (y aquí lo remito a Portillo, Cerezo y Colom). Con el tiempo crecieron el número, la pericia y la malicia de los ambiciosos, y las diferencias se desdibujaron. Hoy el PP combina lo peor: penetración elitista, contratos lesivos, depredación y narcotráfico. Y Líder promete otro tanto.
Puesto en claro esto, el análisis de Chicola escatima también al ignorar que el Estado siempre es motor de enriquecimiento. Aparte de la seguridad y la soberanía que obsesionan a los liberales rematados, todo Estado mueve la economía garantizando inversiones y ganancias, contratando bienes y servicios e invirtiendo en la producción y la gente[1].
Para entender lo patrimonial de este Estado no basta espulgar la cosa pública, pues Estado patrimonial y mercado excluyente son dos caras de una misma moneda. Cuando la riqueza se consigue asaltando al Estado, no hace falta ser competitivo. Cuando no se es competitivo, las energías se gastan estorbando la entrada de otros al mercado y buscando privilegios, incluyendo exenciones impositivas y salarios bajos. Al construir un mercado excluyente, aquellos con más ambición que escrúpulos quedan con una sola opción: asaltar el patrimonio del Estado. Y con esto se cierra el círculo perverso.
Está bien señalar, pero hay que empezar volteando el dedo hacia dentro. Los esfuerzos por sanear el Gobierno, por eliminar la corrupción, comprarán un poco de tiempo, pero no resolverán el problema. Se revisará la Ley Electoral y de Partidos Políticos y pondremos controles a políticos y burócratas. Tantos que si nos va bien terminaremos con una administración inoperante. Pero para ir al fondo debemos ponerle el cascabel al gato del elitismo y democratizar el mercado, tanto como el Estado.
[1] Es irónico que en reconocer esto resultaron más realistas los comunistas, aunque fallaran tan gravemente en imaginar lo que la gente querría del Estado.
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