«Tienes un rostro de febrero, lleno de escarcha, tormentas y nubosidad», dijo Shakespeare alguna vez, y aunque me he declarado en una guerra ridícula en contra de Shakespeare en más de una ocasión, debo admitir que tener cara de febrero no es nada a lo que alguien podría aspirar, sin embargo, he visto más caras de febrero en este año, que febreros en los años que he vivido.
De esos años, recuerdo pocos, es como si para acceder a más vida tuviera necesariamente que olvidarme de la vida que tuve antes. Tal vez por eso insisto en escribir sobre mi infancia, porque, aunque pareciera ser una etapa frágil, en realidad es la única capaz de sostener todo lo que viene después, por eso cuando digo «sobre mi infancia» en realidad quiero decir «encima de mi infancia».
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Este es otro intento de hacer que permanezca lo poco que recuerdo. Salía por las tardes de febrero, marzo, abril, yo caminaba de la mano de mi abuela y mi hermanita caminaba de la mía, íbamos hacia donde las casas eran más grandes y más bonitas, pero no íbamos allí por eso, sino porque esas casas estaban rodeadas de arboles, muchos de ellos eran arboles de jacarandas. Mi abuelita nos pedía que recogiéramos del suelo las flores que estuvieran en mejor estado, mientras ella levantaba algunas hojas. Llevábamos pequeñas bolsitas de plástico para guardar las flores que íbamos recogiendo, algunas veces pasábamos mucho tiempo en el lugar de los arboles y podíamos ver las flores caer, entonces mi hermanita y yo corríamos a recogerlas como si el suelo fuera a hacerles daño. Cuando teníamos suficientes flores volvíamos a casa, en donde no había ningún árbol, pero sí muchas plantas sembradas en macetas y mi abuelita tomaba las flores. Las ponía al fuego en un recipiente con agua, cuando el agua con las flores había hervido, la servía en dos tacitas muy pequeñas, las endulzaba con un poco de miel y nos las daba para que tomáramos té de jacaranda. Esto sucedía varias veces durante febrero, marzo y abril.
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No supe hasta muchos años después la razón que motivaba este ritual. No lo supe, en parte porque no necesitaba saberlo, no necesitaba una razón para las cosas, creo que eso es lo que más echo de menos de la infancia: no necesitar una razón para nada, ir a recoger flores solo porque sí, tomar té en tazas pequeñitas solo porque sí, caminar de la mano de alguien solo porque sí. Ahora no solo necesito una razón, sino que el mundo me la exige, y yo debo cumplirle al mundo. Y, por otra parte, no lo supe antes porque mi abuelita hacía todo con tal delicadeza y con tanto amor que nunca tuvo necesidad de justificar ninguno de sus gestos hacia mí, ni yo de cuestionárselos.
La razón era mucho más simple y sin embargo, no menos hermosa que cualquier cosa que yo hubiese podido imaginarme: la jacaranda tiene propiedades medicinales. De hecho, la jacaranda es buena para curar varios males, uno de ellos, los parásitos.
La farmacia más cercana a mi casa quedaba a unas siete u ocho cuadras. No es mucho, si se es joven y las piernas funcionan bien, eso lo aprendí una vez que mi abuelita fue a la farmacia y regresó con una rodilla ensangrentada porque se había caído en el camino. Estaba llorando, pero según me dijo no lloraba por el golpe sino por el hecho de haberse caído. Ese día vi a mi abuelita y tenía rostro de febrero.
Los desparasitantes no son caros si se tiene el suficiente dinero y nosotras no lo teníamos. Eso lo aprendí cuando supe por qué nos daban a tomar té de jacaranda. Por último, no hay dinero que alcance cuando se vive en un país en donde la medicina cuesta 300 % más que en otros países, eso lo aprendí cuando me enteré de que hay medicina que tengo que usar de por vida y que no hay ningún té que pueda sustituirla. Pero tengo algo muy bonito que decir para terminar esta columna: cuando compiten el extenso gris del pavimento con el ocasional azul violáceo de las flores que caen al suelo, gana quien encuentra ahí la belleza.
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