La prisión, el arresto y la multa, entre otras penas, limitan los derechos de libertad y de patrimonio de una persona en proporción a su responsabilidad por los actos antijurídicos que haya cometido (y que se hayan demostrado en juicio). El derecho de defensa, la presunción de inocencia, la irretroactividad de la ley penal, la libertad personal como regla (y la prisión preventiva como excepción) y el debido proceso son algunas de las garantías que se tienen frente al poder punitivo del Estado y que garantizan un trato justo y humano durante el tiempo que dure un proceso penal. Las garantías penales las gozan todos los habitantes del país, sin diferenciación alguna, porque, en caso contrario, si se le permitiera al Estado discriminar a quién se las otorga y a quién no, ¿qué garantía tendríamos de que ese criterio no cambiará más adelante, cuando el poder punitivo sea utilizado contra nuestros compañeros o afines ideológicos?
Lamentablemente, en la opinión pública se escuchan discursos que relativizan las garantías penales, pero que no reflexionan en que, por la supuesta búsqueda de justicia contra unos sin importar los derechos humanos, contribuyen a debilitar un sistema de protección fundamental frente al poder punitivo del Estado. Esta reflexión surge ante la reciente noticia de otorgamiento de medida sustitutiva a favor de un expresidente de Guatemala acusado de actos de corrupción. Una persona que estuvo detenida en prisión preventiva por más de seis años cuando por ley el período de investigación de un caso no excede los tres meses y cuando se puede garantizar la presencia del acusado en el proceso mediante otras medidas (como el arresto domiciliario o la caución económica) debería poder optar a que se le revise su detención.
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Ante ello, la crítica y reflexión debería ir en torno al sistema de justicia, que no se da abasto para solucionar de forma rápida y eficaz los conflictos de los ciudadanos con la ley penal. No es normal que una persona que fue detenida en 2014 llegue a 2021 sin que se dilucide su caso frente a la justicia. Una explicación de esta anomalía institucional se puede encontrar en el Sexto informe del estado de la región, que analiza las fortalezas y las debilidades de América Latina y concluye que uno de los mayores problemas de la región radica en el debilitamiento del Estado de derecho y de las instituciones de justicia. Guatemala, por ejemplo, es el país del SICA que menos invierte en justicia per cápita junto con Honduras y República Dominicana: menos de 20 dólares por habitante (a diferencia de Costa Rica, que entre 2016 y 2018 invirtió entre 154 y 156 dólares por persona). Aparte de la inversión, otros factores como fortalecer la carrera judicial o adoptar medidas contra el litigio malicioso para evitar retardos innecesarios en la impartición de justicia deben ser traídos al debate público y discutidos en el afán de fortalecer nuestras instituciones de justicia.
A todo lo anterior debemos sumar la consolidación de las garantías penales y de los derechos humanos frente al poder punitivo del Estado. Restan los discursos antiderechos, que, disfrazados de búsqueda de justicia, esconden un deseo de venganza contra determinadas personas y una incapacidad de proponer soluciones verdaderas a los problemas que aquejan a la justicia guatemalteca. Porque, si el único objetivo fuera darles un escarmiento público a los hoy acusados de corrupción mediante el despojo de todas sus garantías penales, una vez logrado esto, tal sistema de justicia debilitado, precario y violatorio de derechos humanos seguiría operando. ¿Estaremos seguros frente a un Estado al que se le permite no respetar el derecho de defensa, tratar como culpable a una persona sin haberla vencido en juicio o someterla a una prisión preventiva prolongada por años? Si ese sistema de justicia es el que nos queda después de acabar con los hoy denominados corruptos, en un futuro no muy lejano dicho sistema podrá acabar con cualquiera sin garantías.
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