Hace 17 años sonaba Otherside, de los Red Hot Chili Peppers, en los audífonos del viejo discman Sony de un tipo con un mal humor terrible llegando a La Aurora. Su reloj traía todavía una hora de adelanto, la de otra zona horaria, y en su cabeza había pelo, mucho pelo, creciendo con actitud debajo de la gomina que con poco éxito trataba de domesticarlo.
Frente a la banda de equipajes fue interrogado por un agente con cara de pocos amigos. El policía llevaba insignias de la que entonces era la Dirección Antidrogas de la Policía Nacional Civil (PNC), aquella cuyo estado mayor fue invitado por la Administración para el Control de las Drogas (DEA, por sus siglas en inglés), con todos los gastos pagados, a un curso en Miami, donde todos los comandantes fueron arrestados al bajar del avión bajo cargos de narcotráfico.
«¿De dónde nos visita?». «¿Cuántos días va a estar?». «Su pasaporte, por favor». «¿Dónde fue expedida su visa?». Un interrogatorio salido de una mala canción de Los Twist.
Las preguntas eran un recordatorio de una nacionalidad por entonces sospechosa, algo más de cuatro millones de personas que perdieron sus ahorros en una quiebra del sistema financiero (en la cual los únicos que nunca perdieron fueron los banqueros, sus familias y varios funcionarios públicos) y que tuvieron que ir a buscar trabajo en algún otro lugar del mundo. Todo un caso práctico para escuchar con Clandestino como música de fondo, si es que hay valor de volver a escuchar a Manu Chao.
Afuera del aeropuerto, el malhumorado fue recibido por alguien con una enorme sonrisa que no perdió durante todo el tiempo que condujo una Land Cruiser blanca, como si no estuviera perdido, hasta que encontró un hotel en la 20 calle de la zona 10, pasando antes por la Torre del Reformador en la zona 9. Todo un tour en medio de un tráfico que por entonces ya era de locos.
Al encender la televisión del hotel, las imágenes daban cuenta de los sucesos del día: manifestantes contra el aumento al pasaje urbano le prendían fuego a un autobús rojo en una repetición no casual de las últimas imágenes vistas en mi lugar de origen: manifestantes contra el alza al pasaje urbano incendiando un autobús azul.
Veinticuatro horas después, alguien me arrojó dentro de un vuelo a Huehuetenango con escala en Santa Cruz del Quiché. El piloto era un tipo grande como un oso, pegado a su botella de vodka, con el cual no había que meterse mucho. «F***ing base uniform», anunció por el intercomunicador con una voz rasposa. Había otro carrito blanco al final de una pista polvorosa de la cual habían sacado a la vacas para que el avión aterrizara.
Seis meses después, un helicóptero, también blanco, me haría emerger de las profundidades de la región huista con destino a la ciudad. Algún taller estaba en la agenda y aprovecharía el fin de semana para asistir a una fiesta del contingente de guardias civiles. Otra historia para contar en otra maquila al ritmo de No Fun, de los Stooges, en una casa con vista a uno de los barrancos de El Zapote, zona 2.
Y ayer el tipo malhumorado estaba de aniversario. Diecisiete años después sigue aquí, y ahora con peor humor, escuchando Grown So Angry, de los Henry’s Funeral Shoe, solo para ser consecuente. Algunas cosas han cambiado pese a que los agentes de la PNC siguen preguntándome lo mismo cada vez que llego a La Aurora y pese a que el cuento del curso en Miami con gastos pagados le funcionó a la DEA en al menos otra ocasión para llevarse y arrestar al menos a otra comandancia completa del servicio antidrogas.
Digamos que en el recuento de lo sucedido destaca que los Rolling Stones le dedicaron un disco al blues, que gracias al socialismo del siglo XXI la izquierda me parece una mentira aberrante que solo encubre maneras dictatoriales y prácticas de corrupción (apunte para navegantes que adoran las etiquetas: se puede escribir en este medio y no tener ni un ápice de simpatía por la izquierda y sus fieles) y yo escribo esta columna, que migró desde el derecho laboral hasta las profundidades del blues rock y en la cual evito hablar de política.
Y mientras acabo estas líneas mi esposa me recuerda que no todo el tiempo estoy de mal humor, que todo es parte de un show. Y yo le sugiero que los Pink Floyd dijeron fuerte y claro aquello de The Show Must Go On. Ella replica, sugiriendo, solo para disgustarme, que eso califica de soft rock.
Y lo consigue. Estoy de mal humor y ella no puede dejar de reír.
Pero al menos intento una cura con I Am a Revenant, de los Distillers.
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