Silenciosamente violento

Era una penosa costumbre mía el idealizarlo cuando se me agotaba la prosa, en mis intentos de jutificarlo. Entonces lo poetizaba, pero poco a poco me fui quedando sin palabras. Cada vez me resultaba más dificil entender cómo es que los demás lo encontraban tan encantador mientras yo solo tenía con él tristes desencuentros.

Pensé que tal vez era yo la de la mala suerte, tal vez me había tocado su peor momento, tal vez me faltaba algo que los demás sí tenían, tal vez el problema era mío, o peor aún, tal vez el problema era yo. Hubo quien me lo dijo, claro, pero yo no quise escuchar, o mejor dicho, sí lo escuché y con mucha atención, pero decidí que yo no iba a ser una de esas personas que siempre ven el lado malo de las cosas, y, sorprendente para mí, logré una gran destreza en lo que algunos llaman «ver el vaso medio lleno».

Funcionó por algún tiempo, realmente miraba el vaso medio lleno y estaba medio bien, a veces me sentía medio feliz, lograba estar medio tranquila, medio sonreía, y me dio miedo, realmente me asusté al verme así. Entonces también decidí medio pensar, porque si pensaba por completo, si pensaba mucho, mi truco para que todo estuviera medio bien iba a dejar de funcionar.

Finalmente, o más bien, inevitablemente, tuve que dejar de engañarme a mi misma, el problema con el vaso medio lleno, es ese precisamente, que sí, está medio lleno, pero medio lleno no alcanza.

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Busqué refugio en él tantas veces y tantas veces no lo encontré. Fue difícil entender lo que ahora sé, que padece de una profunda incapacidad para dar cobijo, para sostener a alguien, para ser un hogar, reconozco que aún tiendo a pensar, a veces, que quizá no es su culpa, que quizá lo hicieron así, pero por mi bien, me alejo rápido de ese pensamiento para que no crezca y me obligue otra vez a conformarme.

Que silenciosamente violento ha sido conmigo, que desamparada me dejó, que dolorosa su quietud mientras yo corría buscando ayuda. Pero no se lo reprocho, a final de cuentas yo lo elegí, ¿o no?

Yo sabía cómo era, sabía como iba a ser y decidí quedarme, y es por eso, me han dicho, que ahora no puedo quejarme. Pienso en quienes probablemente lo conocían mejor que yo y decidieron dejarlo, lo entiendo, pero es que en mi caso, para poder salir de él, es decir, para poder verlo como lo veo ahora, tenia que atravesarlo.

Sé que si algún día cambía, no seré yo quien disfrute de esa transformación, tal vez estoy viendo el vaso medio vacío ahora, pero la ventaja de ver el vaso medio vacío es que uno se da cuenta de cuánto es lo que hace falta para que se llene.

No me voy a ir y entendí que aunque me quede, tengo derecho a quejarme. Mejor dicho, tengo la obligación de hacerlo. No me voy a ir, pero tampoco lo voy a justificar ni me voy a conformar, porque se me acabó la mirada romántica, porque qué silenciosamente violento ha sido conmigo este país, qué desamparada me dejó cuando tenía que velar por mi, qué dolorosa su quietud ante las injusticias, qué afliccción, qué angustia, qué amargura, qué agonía, correr buscando ayuda en un país que no es país, sino un cúmulo de hoyos, cubiertos con concreto quebradizo y hostil.