Conocí la pérdida desde muy pequeña, perdí cosas fundamentales demasiado pronto y eso no cambió al crecer. Tuve que desprenderme de aquello que jamás habría estado dispuesta a ceder, me he quedado más veces de las que quisiera sin eso que preferiría seguir teniendo.
Recuerdo todo lo que he perdido, recuerdo cómo, cuándo y dónde, recuerdo los sonidos involuntarios de mi cuerpo reaccionando al vacío forzoso, recuerdo la sordera breve y la falta de aire, recuerdo sentir un jalón desde el ombligo hacia adentro, como si quisiera desnacer, recuerdo que la pérdida me hace perder la fuerza en las piernas y en las manos, recuerdo el hundimiento que viene después. Lo que no consigo recordar es por qué, tal vez sea porque no hay una razón, la pérdida solo sucede, aparece como un espasmo en medio del sueño más profundo, y con cada una reaparece la pregunta: «¿qué sigue si sobrevivimos a esto?». No porque esperemos que algo suceda después, sino porque creemos que después no habrá nada que pueda compensar lo que nos ha sido arrebatado.
Creo que fue Emily Dickinson quien dijo alguna vez: «donde he perdido algo, piso con más cautela», es imposible saber a que se refería realmente, pero me hace pensar que ante la pérdida solo hay dos posturas, la primera es esta, en adelante, pisar con más cautela, involucrarse menos, estar de lejos, de manera que cuando llegue la pérdida no resulte tan dolorosa, la segunda es lo contrario, aun sabiendo que la pérdida es inevitable y llegará, entregarse por completo. Yo siempre he elegido la segunda.
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Mientras crecía escuché muchas veces a mi madre decir que ganaba muy poco, yo pensaba que ganar muy poco era lo mismo que perder mucho, y no es así, o por lo menos no en el sentido en el que yo lo interpretaba en aquel momento. Si bien es verdad que mi madre ganó muy poco durante toda su vida, también perdió mucho, es decir, tuvo muchas pérdidas, pero eso no lo decía, ni lo dice. Muchas de esas pérdidas son para mi aún sospechas y no certezas, sin embargo sé que es algo que tengo en común con ella y eso me expande hacia los otros, porque la pérdida es algo que todos tenemos en común, sin embargo el duelo, ese nunca es igual.
Joan Didion dice en uno de sus libros que llegado un punto después de su pérdida solo había pasado por el dolor, pero no por el duelo, y explica que el dolor es algo pasivo, es algo que nos pasa, pero el duelo, que es el acto de lidiar con el dolor, requiere atención. Paradójicamente, la pérdida nos proporciona mil razones para no prestar atención. El duelo resulta ser un lugar que no conocemos hasta que lo alcanzamos y si no llegamos a conocer el propio, cuanto menos podemos conocer el de los demás.
No hay manera de entender lo que padece el otro cuando llega la pérdida. Sé que nadie ha podido siquiera imaginar ni mi dolor, ni mi incapacidad para aceptar el mundo después de lo que he perdido, ni el miedo que tengo por lo que aún está por perderse.
Una vez alguien me dijo que siendo yo actriz de profesión era imposible creerme cuando lloraba; eso me recuerda las «lecciones de duelo» en las que Anne Carson explica que existe la teoría de que ver historias insoportables sobre otras personas perdidas en el dolor es bueno para nosotros porque puede limpiarnos de nuestra oscuridad.
Dice que nadie quiere bajar solo a los pozos de sí mismo. Y por eso los actores lo hacen por nosotros, se llaman «actores» porque actúan por ti, se sacrifican a la acción, y este sacrificio es un modo de intimidad más profunda, tuya con tu propia vida. Te ves a ti mismo dentro del actor, actuando tu condición presente o posible y hacerlo te da una conciencia sobre tu naturaleza que no tienes cuando experimentas algo por ti mismo ni en el momento en el que te sucede. El actor te reitera, y al reiterarte, sacrifica un momento de su propia vida para darte una historia tuya. Tal vez fue por eso que quise ser actriz, o tal vez como dice Joan Didion te cuento esta historia real solo para probar que puedo. Que mi fragilidad aún no ha llegado a un punto en el que ya no pueda contar una historia real.
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