Nosotros esperamos a que la hija mayor, la más parecida a ella, vuelva de la tienda. Le pagamos las dos cenas con un billete grande. La madre la mandó a adelantar alguna compra que tal vez no necesite. Los otros niños juegan tenta con un matamoscas. Nosotros reímos, sin razón, de una manera también casi afónica. Es decir, entre dientes.
La tele está encendida. La tele está sobre el refrigerador que tiene puerta de vidrio. Si en las tortillerías es una cortina que separa lo púb...
Nosotros esperamos a que la hija mayor, la más parecida a ella, vuelva de la tienda. Le pagamos las dos cenas con un billete grande. La madre la mandó a adelantar alguna compra que tal vez no necesite. Los otros niños juegan tenta con un matamoscas. Nosotros reímos, sin razón, de una manera también casi afónica. Es decir, entre dientes.
La tele está encendida. La tele está sobre el refrigerador que tiene puerta de vidrio. Si en las tortillerías es una cortina que separa lo público de lo privado el signo para reconocerlas, el televisor sobre un refrigerador, lo es en un comedor. Además es un atractivo. El fútbol que al otro lado del mundo juegan durante las noches, es acá el sopor del mediodía. Y siempre es mejor saber quién es el mejor del mundo antes de regresar a la rutina.
La tele pasa un programa en el que actúa y dirige una jueza. Rostro y expresiones duras pero con resoluciones justas. Siempre da sermones antes de emitir su sentencia. En cápsulas que duran quince minutos resuelve los casos. Supongo que eso es porque no hay abogados defensores. En el episodio de esta noche, la jueza abraza a una de sus invitadas que apenas llora. Un llanto a medias y a la medida de la audiencia. Solo yo veo la tele. Bajo la mirada. Se me disuelve el sueño de querer vivir dentro de esa pantalla.
El vidrio del refrigerador me devuelve la imagen de la calle. Pero no es una imagen nítida. Es tan parecida a la imagen ondulante y temblorosa que devuelve el sopor del mediodía o el de un incendio. O como el del asfalto de una carretera negra e interminable. Pero esto es la ciudad y una calle medio iluminada a las siete de la noche. Una calle, como tantas otras, a la que pretendo acercarme para verla sin distorsiones.
Pero al igual que en la carretera o en medio de un incendio, eso es imposible. Mis prejuicios y los estereotipos siempre me (nos) persiguen. De ahí las perennes ondulaciones. De ahí mis idas y venidas sobre estos mismos puntos. De ahí toda esta acumulación de lugares comunes. Ya son casi tres años.
Vuelvo a los niños que van y vienen por la acera jugando a la tenta con un matamoscas. La mayor regresa. Pienso que quizás sea su mano la que está pintada en una hoja tamaño carta. Dedos coloreados con acuarelas y una leyenda. Se logran distinguir algunas líneas. Me gustaría saber algo de quiromancia. Cuando sea grande quiero ser como tú.
Hay otros rótulos sobre esas paredes, uno anuncia el reiterado menú, otro a un cantante romántico y uno más reivindicando la creencia en santa. Será de uno de los que juegan a la tenta con un matamoscas. Pero son las huellas de acuarela de la palma de una pequeña mano la que me atrae. Cuando sea grande…
Un comedor como éstos, que surgen tan pronto como desaparecen, siempre me ha parecido un gesto esperanzador. Gente que todos los días debe tirar una moneda al aire mientas alimenta a comensales que llegan a distraerse con el televisor. Gente que manda a sus hijos a estudiar a escuelas públicas con tantos nombres como jornadas. Gente con la esperanza puesta en que sean sus hijos los que dejen de jugar tenta con el destino. La niña de la huella vuelve y nos da el cambio. Nos vamos. Los otros niños aún no han parado de jugar.
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