Al menos durante la primera década luego de la caída del Muro de Berlín, cualquier proceso político que intentara introducir medidas progresistas en los temas más sensibles (agrario, fiscal, derechos de participación política, etcétera) terminaba siendo cortado con esa trillada frase. Rusia fue siempre el Boogeyman de las derechas extremas y de los sectores anticomunistas, claro está. Y, en la mayoría de los casos, esa frase de «terminarás como Rusia», o como Cuba, o como Alemania del Este, era más una preocupación por la posibilidad de abolir o limitar la propiedad privada (o regular la economía) que por la pérdida de libertades político-civiles. Sin embargo, con el paso del tiempo (y con un estudio alejado de posiciones ideológicas) se pudo desglosar el balance final de los modelos en tela de juicio. En efecto, la experiencia de la Unión Soviética reveló una intolerancia contra un proyecto liberador del ser humano, aunque tristemente pocas izquierdas latinoamericanas consideran importante la lectura de Archipiélago Gulag. Resulta entonces que la izquierda también comparte la experiencia del campo de detención (o concentración) y de la eliminación sistemática de prisioneros políticos. De hecho, no hay que olvidar que la única razón por la cual el derecho internacional no contempla dentro de sus cánones la eliminación por razones ideológicas como atributo del acto genocida es precisamente porque Stalin se opuso a aceptar dicha cláusula.
Pero, así como a las izquierdas les costó generar el balance de la experiencia de la Unión Soviética, las derechas tampoco se abrieron a la evidencia. La Unión Soviética fue un modelo industrial con regular éxito, al punto de que, para poder competir en la famosa Guerra de las Galaxias, su modelo económico de industrialización forzada fue capaz de expandir sus fronteras de producción. A diferencia de lo que los autores económicos ortodoxos apuntaban, el problema no era la imposibilidad del cálculo económico en el sistema de planificación centralizada, sino la mayor dificultad que presentaba. Pero alcanzar niveles de industrialización bajo determinados niveles de tutela es perfectamente posible. Para parecernos a Rusia, no se trababa solamente de abolir la propiedad privada y de cercenar libertades políticas, sino de obtener un modelo claramente industrial desde un Estado capaz de mover la industria. Cuando la crítica pasó de la planeación al estilo soviético a los modelos europeos basados en la solidaridad, se criticó de comunismo la planificación de escuela europea occidental que aceptaba los mercados, pero ponía puntos de énfasis en la redistribución: qué producir y adónde dirigirlo haciendo prospectiva. Y lo cierto es que, viendo la evidencia, países como Francia no llegarían a ser lo que fueron (sobre todo luego del proceso de reconstrucción de la posguerra) sin la prospectiva estatal para planificar y desarrollar. La planificación bien llevada y con indicadores correctamente producidos puede ser útil. Basta notar que cualquiera que hace estudios de prospectiva reconoce el impacto de la escuela francesa.
América Latina nos ha dado casos. Y hay casos de casos, pero el modelo económico del PRI mexicano, hasta bien entrada la década de los 80, mantuvo un PIB del 8 %. Y con planificación central. Un modelo industrial de desarrollo al que ni de lejos se le acercaron los países centroamericanos con su agenda de desregularización. Hasta hoy. Sectores empresariales tutelados por el régimen, impuestos progresivos, fuerte gasto en infraestructura, alianzas público-privadas, compensadores sociales y mercado regulado (mucho de lo cual suena a comunismo en ciertos sectores). Todas estas fueron recetas pragmáticas en un momento determinado. Otra vez lo criticable en dicho modelo del PRI no es su capacidad para capitalizar, sino la imposibilidad de disfrutar todas las libertades político-civiles.
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Producir capital y acumularlo son tareas bastante fáciles. El problema es la redistribución efectiva del capital. Discutir lo anterior no es realizar apología de la Rusia soviética. Es simplemente un tema de políticas públicas cuya discusión vino muy tarde en ciertos contextos. Porque las derechas creían en la mano invisible o en que las desigualdades se toleran en la medida en que son beneficiosas para el mayor número posible de personas (el clásico argumento de Rawls). Las derechas, quizá influidas indirectamente por el texto de Von Hayek titulado Camino de servidumbre (publicado originalmente en el Reader’s Digest), terminaron por percibir que cualquier programa de gobierno o nueva ventanilla de servicio público era un innegable y directo camino al comunismo. Hoy en día, siendo razonables, lo anterior se prueba falso. Las izquierdas, por su lado, no se sumaron al debate de política pública con tanta rapidez porque el Estado, cual mecanismo en sus procesos, en su dinámicas, en su reglas, en su funcionamiento, se desprecia por considerársele un órgano generador de violencia. Preferían discutir la posibilidad de construir la sociedad horizontal por vías autoritarias que hacerlo en democracia. Entonces, el modelo a promocionar era Cuba en lugar de Costa Rica (por citar dos ejemplos donde el analfabetismo y el acceso a la salud son aspectos fundamentales del modelo político).
Y a veces no negarse tercamente a comprender el funcionamiento de los sistemas políticos es muy útil para el debate. Por lo menos para quitarse insultos. Por ejemplo, cuando viene el argumento de «te vas a parecer a Venezuela (ya no a Rusia)» o «terminarás como Venezuela». No faltará la respuesta que defiende la política social o de las misiones, muy propias del período de Chávez, aunque nada de esto define al chavismo. Lo que define al chavismo es la transformación completa de un modelo de Estado (que antes de Chávez ya había mostrado carencias económicas y protesta civil, como el Caracazo de 1989, contra Carlos Andrés Pérez) para orientarlo a una nueva definición de modelo de Estado. Todo eso fue posible gracias a una fórmula política nada repetible en Guatemala. En suma, el control que el Ejecutivo tuvo de la Cámara, pues el chavismo fue desde su inicio una suerte de presidencialismo dominante o que bordeaba las esferas del hiperpresidencialismo. En razón de facultades metaconstitucionales, el Ejecutivo se transforma en abusivo (control total de la Cámara) y luego puede modificar a gusto la Constitución y darse todas las ventajas. Sumado a una fuente de capitalización en apariencia inagotable, así entendemos los 10 años del chavismo.
Pero ¿Guatemala se asemeja a esto? El presidencialismo guatemalteco abandonó la práctica de las aplanadoras legislativas no hace mucho y ha dado, prácticamente del gobierno de Berger a la fecha, presidencialismos débiles, sujetos a ejercicios permanentes de alianzas políticas (ni siquiera de coalición). El momento más grave: la situación de deathlock o de impás legislativo que Líder le hizo a la administración del PP. Un sistema de alta fragmentación de partidos en el que los mismos no se consolidan para trascender generacionalmente, en el que la práctica del voto cruzado sigue vigente, en el que el presidente termina con bancadas chicas, arrinconado por los demás partidos y por cualquier otra minoría que veta, jamás será Venezuela (en eso del control político). Y menos si carece de fuentes de financiamiento propias. El PRI tuvo dominio de la Cámara y del petróleo. Chávez tuvo domino de la Cámara y del petróleo. Pero en Guatemala el presidencialismo carece de bancadas útiles y de fuente de recursos. Si a eso agregamos que la izquierda se debate entre participar o no o que a esta le resulta imposible unificar agenda…
La derecha debería saberlo bien para no crear fantasmas. Y las izquierdas deberían comprender que, si les gustan los modelos al sur (para construir lo contrahegemónico), necesitan apoyar fuertemente las reformas electorales y participar inmediatamente en un frente amplio que aglutine a todos los sectores afines.
Pero, por lo pronto, el debate sobre las reformas constitucionales en Guatemala debe hacerse sin apelar a temores infundados y centrarse en la razonabilidad. Ninguna reforma es perfecta, pero de lo propuesto a lo actual hay mejoras claras, que en última instancia (dicho sea de paso) dependerán de la buena voluntad de los actores políticos de jugar con base en las nuevas reglas.
Ningún mecanismo es perfecto, pero el debate sobre la arquitectura institucional debe hacerse apelando a la razón y a la evidencia.
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