Con regularidad oímos decir que no solo las autoridades, sino todo el funcionariado público, son parásitos de la sociedad, sanguijuelas que malgastan recursos sin producir nada a cambio.
Tales denuncias se acompañan con igual frecuencia de exigencias por hacer eficiente el Estado, por dejar de malgastar los pocos dineros públicos. En principio, la cosa suena razonable. Todos queremos ver bien usados los impuestos, expulsados de la cosa pública a quienes no saben manejarla y en la cárcel a quienes además son corruptos.
El asunto se complica cuando toca concretar la manida eficiencia. Porque, si formalmente eficiencia es la capacidad de conseguir un resultado determinado, de forma específica pensamos que es conseguirlo con un mínimo de gasto: eficiencia no es hacer las cosas pobremente, sino con los recursos justos y nada más.
Ilustro el asunto con la recurrente queja por el tamaño del Congreso. Ante los continuos desmanes de políticos ladrones, frecuentemente escuchamos llamados a reducir el número de diputados. Pero esto confunde el problema y equivoca la solución. Uno de los fines del Legislativo es la representación ciudadana. Con más diputados se pueden representar mejor los intereses de grupos más específicos de ciudadanos. Entonces, la tarea es escoger mejores diputados, no menos diputados, pues esto no hace más eficiente al Congreso. Simplemente lo empobrece.
Igual cada año cuando la prensa publica el nuevo presupuesto nacional, un número gigantesco. Setenta y siete mil millones de quetzales para 2017. Si fueran kilómetros, alcanzarían para ir a la Luna y volver más de 100 000 veces. Y comienza el coro de escándalo. Hasta que sacamos cuentas y descubrimos que, dividido por ciudadano, es poco más de 13 quetzales por día para garantizar todos los derechos y proporcionar todos los servicios. Trece quetzales que no le alcanzarían para pagar el almuerzo ejecutivo en la cafetería de la esquina. Por más que queramos gastar menos, no podemos perder de vista que lo importante es gastar lo necesario.
La eficiencia tiene otra arista, pues es también escoger bien en qué se gasta. Quienes confunden recorte con eficiencia tampoco son indiferentes en esto. Se lo hago personal. Piense en algún empleado público que conozca de cerca: un familiar o una amistad que es maestra, oficinista, militar, quizá hasta ministro. Ante la amenaza de quitarle el empleo, usted dirá o quizá ya dijo: «No, si fulanita se desvela, es eficaz y proba». ¡Y es cierto! La mayoría de funcionarios que conocemos son expertos, trabajan duro, con mucho compromiso y en medio de grandes limitaciones. En algún lugar están esos parásitos que regularmente se denuncian en Twitter, pero siempre es en otra parte, son otra gente.
Claro que esto puede significar que no sabemos o no admitimos que nuestros familiares y amigos también son una panda de parásitos y corruptos. Pero sospecho que la cosa es más sencilla: la acusación fácil de ineficiencia del funcionariado no se sostiene sobre la realidad del trabajo hecho en medio de la profunda pobreza institucional.
Para rematar, la eficiencia plantea una paradoja: a veces hay que gastar más para conseguir eficiencia, no menos. Esto ciertamente ocurre con la educación. Por décadas apostamos a ampliar la primaria y ahora hay un montón más de chicos y chicas que la han completado y deben ir a la secundaria. Pero tener suficientes institutos de buena calidad exige plata para edificios, para formar y reclutar buenos maestros y para comprar libros de texto, equipo deportivo, instrumentos musicales y mil cosas más. Exigir al Ministerio de Educación que lo haga con el dinero que ya tiene solo promueve el canibalismo financiero: tomar plata de la primaria para invertir en la secundaria. Y los logros en primaria decaen. De igual forma, en cualquier otro sector —salud, seguridad, bienestar social, escoja su tema favorito— nos movemos en un círculo sin fin: desvestimos un santo para vestir otro. Esto no es eficiencia. Es locura.
Sí, hay que procurar eficiencia, pero sin confundirla con pobreza. Para llegar a la esquina basta un microbús destartalado que saca humo por todas partes. Le costará poca plata y pensará que está ahorrando aunque sea terriblemente ineficiente. Pero, para llegar a Marte, primero debe reconocer que armar un cohete interplanetario es muy caro. India llegó por el 11 % de lo que le cuesta a los Estados Unidos, pero igual tuvo que gastar una enormidad de dinero. En muchos casos, primero debemos reconocer que lo bueno cuesta, que solo entonces podemos buscar las eficiencias.
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