Por siglos, la política del país ha estado marcada por el pacto entre grupos de poder por impedir el surgimiento de un Estado fuerte que atienda las necesidades de las grandes mayorías y asegurar su dominio sobre el territorio y la población. A ello podemos atribuir la falta de un sistema de justicia efectivo e imparcial, pero también la pobreza, el hambre, la desnutrición y la falta de oportunidades para que cada quien se construya una vida digna.
Los matices los dejo a los historiadores. Pero baste recordar que en la Colonia se impuso el trabajo forzoso por medio de la encomienda. Y desde la reforma liberal de 1871 se impuso por la vía de apropiaciones de tierra y el trabajo —también forzoso— de la institución del repartimiento. En la modernidad, las presiones de la democratización y el desarrollo de los mercados harían que dichas instituciones extractivas se hicieran más sutiles y alejadas del ojo público. Pero el pacto fundamental se mantiene: las instituciones siguen favoreciendo a pocos a expensas de muchos.
La corrupción que vemos ahora no es, entonces, solo una mera desviación de la práctica aceptable en un funcionario público. Es la práctica común y generalizada de los grupos de poder que han tomado las instituciones del país. Es el pacto soberano que da lugar a la constitución en ley del despojo y el enriquecimiento ilícito, del nepotismo y la negligencia, de la violación de derechos humanos y el atropello de las comunidades indígenas. Todo, por vía de un sistema que premia a los corruptos y mete zancadilla a jueces, empresarios, políticos y tomadores de decisión éticos y probos.
Hablamos de élites, así en plural, porque, aunque el grupo es pequeño, reconocemos la divergencia de intereses y las pugnas entre particulares. También hay asimetrías en el grado de influencia y de control que ejercen. Pero en días recientes, y a raíz de la intempestiva decisión de Jimmy Morales de expulsar a Iván Velásquez para protegerse de una investigación por financiamiento electoral ilícito, hemos podido ver que las alianzas por la impunidad se cuadran con claridad: posaron para la foto e hicieron gala de su compartido interés por impedir que la justicia avance.
Al lado de Morales se colocaron alcaldes corruptos, sindicalistas cuestionados, militares y exmilitares que viven del conflicto ideológico y hasta los mismos procesados por la Cicig que hoy habitan el Mariscal Zavala. El sector privado, astutamente, ha adoptado la línea discursiva de criminalizar los movimientos populares e indígenas para sembrar discordia entre quienes apoyan la lucha anticorrupción.
Estos actores, en otro momento enfrentados, no tienen reparo en sentarse a negociar una salida conveniente para todos. Juegan a ganar. Y, como en el pasado, arriesgamos que la transición actual no sea sino una rotación de las mismas élites que nos gobiernan.
Hoy tenemos una importante luz. La Cicig y el MP han revelado el alcance sin precedentes de las estructuras de corrupción. Han dado a conocer los cimientos corruptos de nuestro sistema económico y político y han definido responsabilidades con nombre y apellido.
Es por ello que quienes se benefician del sistema ven una crisis y una amenaza cuando la ciudadanía ve promesa y liberación. En el corto plazo, el presidente y los secretarios generales de Líder y la UNE enfrentarán procesos que vienen de investigaciones con evidencias. Darles trámite y sacar a la luz la verdad solo fortalecen el Estado de derecho. Y darían un fuerte golpe a ese pecado original de la democracia guatemalteca: el financiamiento electoral ilícito.
En el largo plazo, librar al país del lastre de la corrupción nos volvería una sociedad más sana, más atractiva a la inversión y, sobre todo, más justa.
No hay nada que perder.
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