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Cunén. Un nombre escrito con piedra en el lomo de una montaña

Como Pisigüilito, como Comala, como Macondo, hay lugares que van más allá de la palabra y el espacio
La libertad de un niño que vive en un pueblo se escurre cada vez más rápido: pronto aparecen el país y sus tiranías.
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Cunén. Un nombre escrito con piedra en el lomo de una montaña

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En ZOOM, los autores tienen una vinculación afectiva con el lugar del que hablan (o al menos eso intentaremos), y toman como punto de partida e hilo conductor un lugar concreto, un microcosmos, para hablar más ampliamente de esa región.

La gente llega a Cunén para ser feliz. Pasan dos o tres días al año con el resto de su familia, recuerdan, invocan a los que ya no están para que sean parte de la fiesta, para que se acomoden junto a todos. Llegan para cantar, para comer, para beber, para reírse de los otros y de sí mismos.

Eso es para mí llegar.

Nací lejos de Cunén, pero siempre estuvo ahí, desde que tengo memoria, y seguramente desde antes de tenerla.

Mi familia viene a Cunén con ese ánimo en febrero, cuando se celebra a la Virgen de Candelaria, o en Semana Santa, o en la fiesta de Concepción, en diciembre.

En la casa de mi familia hay una imagen de La Virgen del Carmen, está al fondo de un corredor, entre dos puertas, sobre un altar. Hay otras imágenes. A pesar de que el espacio principal es para ellos, es decir, para los santos, el altar está dedicado a todos los rostros (a todas las personas) que pueblan las paredes laterales. Me inquieta pensar cuántos años abarcan todas esas fotografías. No lo sé, pero hay desde retratos dibujados a lápiz, hasta imágenes editadas con photoshop. En las paredes repletas asoman las facciones de decenas de personas: fotos de estudio, de bodas, fotos enviadas de lejos.

En esas fechas muchos hijos pródigos llegan al pueblecito que el resto del año es uno más, lleno de gente que trabaja y habita todas las realidades que su cabeza les pueda dar. El municipio no es tan pequeño ni tan despoblado, para toda la gente que se ha ido. Los últimos censistas contaron, en 2002, más de 25 mil personas. Pero el pueblo es el más pequeño que he visto.

Mi papá salió de Cunén cuando era apenas un niño. Aquí nació, hace 55 años, aquí nació mi abuela y nacieron mis bisabuelos y quizá también mis tatarabuelos.

Como Pisigüilito, como Comala, como Macondo, hay lugares que van más allá de la palabra y el espacio, lugares sin tiempo, lugares que son en un presente, pero también son en el pasado de cada individuo. Seguramente todos tenemos un lugar así, en el que se convive no solo en un tiempo sino en muchos, no solo con los vivos sino también con los muertos, no solo con la realidad, también con la fantasía.

El mío es Cunén.

Quién sabe. Tal vez nuestra historia no es tan larga. Basta revisar unas cuantas generaciones para toparnos con ese desconocimiento que nos provoca el ser nuevos en esta tierra, ser ese ser que no vino del mar y que tampoco es el que estaba acá, ser ese mestizo que no ha logrado ver brotar las preguntas necesarias para entender qué somos.

Cunén me hace pensar esas cosas: me hace pensar en el mestizaje, me hace preguntarme por mi sangre indígena, me hace sentir a mi país. Por eso, aunque haya nacido en Xela y viva en la capital, me siento de ahí.

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El entronque

La última media hora de carretera para llegar a Cunén empieza en Sacapulas. Las curvas de las carreteras de Quiché son una muestra más del barroco guatemalteco, que, como todo, tiene que ver con nuestra geografía. Los carros se ven obligados a escalar. Aunque desde hace varios años la ruta está asfaltada nadie puede olvidar el paso parsimonioso y extremadamente empolvado necesario para subir esa montaña. Conforme se asciende por esa sinuosa carretera, van apareciendo las desquiciadas marcas del sismógrafo de nuestra geografía. Pareciera que los  cerros no se acabaran nunca, que el infinito es de piedra, de arrugas azules desplegadas en el tiempo sin fin... La carretera se vuelve a retorcer y solo se ve roca, roca y florecitas a la orilla de la carretera, casas sumamente pobres, un rótulo con el nombre de la aldea, niños que se quedan mirando el carro, quietos, absortos. Luego hay otra curva y de nuevo el oleaje azul perpetuado. Otra curva más y los paredones otra vez, las casitas, los niños, alguien con una tarea de leña a la espalda, un perro. Otra curva y luego las montañas, y la franja plateada del Río Negro que atraviesa Sacapulas. Así se llega al Entronque en el que se bifurcan los caminos: uno va para Nebaj, el otro para Cunén. Cuando éramos niños, ahí gritábamos con mis primos como si Cunén fuera un equipo de futbol, o fuera un premio, o un restaurante con juegos. A pocos metros está La Cumbre desde la que se divisan los Cuchumatanes, se escucha el sonido del agua y, en el lomo de la montaña de enfrente centellean unas letras blancas:

CUNÉN

Como en Hollywood.

Pero escrito en piedra, no en madera.

Celia Enriquez Alvarado

Isla Quiché

En los lugares con poca luz eléctrica, como Cunén, los cielos estrellados se ven abrumadoramente llenos. Salvo por las estrellas, el firmamento es de un negro absoluto y el silencio lo impregna todo.

Por eso, cada vez que hay una procesión en Cunén solo se escucha un tun que marca el paso y acompaña los cantos de las mujeres, mujeres con garganta de chirimilla en la que vibra un llanto centenario. En ese silencio cósmico irrumpen las mujeres cantando las alabanzas que dicen algo de Cristo, todo del dolor, algo de María, todo de la sangre, algo de la religión y todo del perdón por un dolor milenario. Solo escuchando esos cantos podrían saber que es ahí en donde a uno se le puede rasgar el alma. Un arma incisiva habita esos lamentos colectivos que andan por la negra noche como una mancha de luz de vela que acompaña los dolores cristianos. Porque el dolor es dolor sin importar su época y su credo. Porque el dolor es un espacio y también un tiempo en el que confluyen las explicaciones de nuestra existencia.

Celia Enriquez Alvarado

En una fiesta del 8 de diciembre, día de la Virgen de la Concepción, después de una procesión, un hombre borracho, en medio de un salón frío y semivacío en el que unas pocas parejas bailaban al ritmo de la marimba orquesta, arrancó en gritos y casi llanto: “Nosotros, los de Cunén, pueblo maya quiché, también somos Guatemala, y sufrimos porque somos Guatemala, somos quichés, sí, los de Cunén, y por eso es que lloramos”.

Repitió estas palabras como en una oración llorosa durante unos cinco minutos. Casi nadie lo escuchó.

Es muy normal que esas cosas pasen en Cunén, es muy normal ver a los borrachos de turno convertidos en bufones-juglares dando discursos entre las multitudes silenciosas, pregonando verdades.

Ahora Cunén es un pueblo 90% indígena. A mediados del siglo pasado era lo contrario. La población mestiza se vio forzada a salir por muchas razones, pero la principal fue irse quedando sin sus oficios tradicionales, ya sin talabarterías, carpinterías, zapaterías, herrerías. El problema se agudizó después del terremoto en 1976. De ahí en adelante las familias se iban convirtiendo en núcleos cada vez más pequeños y viejos.

Al mismo tiempo las siembras de ajo y cebolla sustituyeron al trigo, y la producción creció considerablemente con más de una cosecha al año. Mientras la población ladina salía del pueblo, las familias indígenas que poseían tierra fueron generando más ingresos y habitando la cabecera municipal de forma menos marginal, comprando y alquilando propiedades que se iban quedando vacías.

A pesar de ser una localidad pequeña hay mucha distancia entre indígenas y mestizos. Parecen dos pueblos que se entrecruzan, que se comunican, pero que no dejan de ser dos pueblos. De hecho las dos fiestas grandes que se celebran están divididas en la fiesta de Ladinos y la fiesta de Indígenas. Aunque toda la población participa y festeja en las dos, las divisiones están claras y no parece que haya intenciones de que sea distinto. Con el tiempo el mestizo se convirtió en minoría, un ser que habita con un pie en la nostalgia y otro en la fantasía, pocas familias en caserones inmensos, esperando el eventual regreso de los otros, atendiendo sus negocios locales como comedores, farmacias, cantinas. La población indígena vive de la tierra, también de negocios locales, muchas veces más exitosos, aunque claro está que los males estructurales que aquejan al país, como la desnutrición, la falta de educación y la pobreza extrema también son evidentes. Esas pluralidades del infortunio y de las diferencias que tanto caracterizan a Guatemala.

En febrero, cuando se celebra a la Virgen de Candelaria, los bailes de Torito y Conquista recorren el pueblo; la muerte de Tecún a manos de Pedro de Alvarado, los sones llorando al muerto que es representado con una máscara más pálida y sangrienta, los trajes, los colores, las bombas, el llanto, el canto, las batallas. El encuentro entre dos culturas que palpita aún hoy, entre bailes y formas, entre la extrañeza, el desconocimiento y la apropiación de la memoria a través del arte, que palpita entre la confusión y la creación de los pueblos de Guatemala.

Mi abuelito, que no era de Cunén sino de San Miguel Acatán, nacido de una mujer indígena, hizo que mi familia y yo sintiéramos como propios todos esos gestos. No puede ser distinto cuando vemos que en los pueblos más anónimos del país la representación de nuestra historia habla a través del arte popular, a través de la música, a través de la danza. Quizá nuestra historia pretenda ser anulada pero la verdad busca las formas más certeras para existir, para que la veamos.

Cunén es una isla quiché en en medio del área ixil, y entre sacapultecos y uspantecos. Es un pueblo cuchumatán, a las faldas de esa conciencia telúrica de Guatemala. La gente se conoce entre sí, se saludan, pasa uno a la par de algún señor que lleva la leña a cuestas, a la par de niños -a la par de quien sea- y siempre hay un “dios pues”, esa manera en que se saludan y que tiene la forma truncada de una despedida inconclusa.

Cunén corrió para que no se fueran

Mi papá se fue de Cunén cuando tenía tres años.

Mi abuelo era telegrafista y su trabajo lo había llevado al pueblo en el que se enamoró de mi abuela. Era la segunda vez que huían de allí, cuando se llevaron a mi padre. La primera vez habían escapado para formar una familia. Ahora lo hacían para darle formación. Siempre se iban contra la voluntad de mi bisabuelo. Siempre, de algún modo, siguiendo la del pueblo, expulsados. Tenían la intuición de que si no salían de Cunén sus hijos estudiarían solo hasta donde llegara el grado y aprenderían poco más que un oficio para sobrevivir. La oportunidad era Xela o era la capital. Tomaron la ruta de Quetzaltenango.

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Aunque los recuerdos de un niño no son tan detallados, supongo que cuando se intuye que lo que está tras ese hecho es su vida entera, la memoria ha de operar en formas misteriosas. Las emociones fuertes labran con otra intensidad las tierras del recuerdo. Mi papá repite una y otra vez  el día de la mudanza con detalle: Metieron toda su historia en un camión, mi papá y sus cuatro hermanos. Mi abuela se subió en la parte delantera del camión con las dos niñas. Mi abuelo atrás con los tres niños, sus muebles, su ropa, su futuro.

Imagino el miedo y la incertidumbre que sintieron mis abuelos cuando escucharon el sonido del motor, cuando ese camión arrancó. Eran los primeros años de la década del sesenta y vivir en un pueblo alejado de un casco urbano, para alguien que ni tenía tierra ni sabía trabajarla, significaba seguramente una partida obligada. Al final de ese camino que se estiraría pronto, conforme el camión se fuera alejando, quedarían los primeros años de vida de mi papá: sus recuerdos de caminar solo por la calle, sus persecuciones con los amigos imaginarios que él llamaba su pueblo.

Pero la libertad de un niño que vive en un pueblo se escurre cada vez más rápido: pronto aparecen el país y sus tiranías.

Lo único es partir a buscar, no solo un sueldo, sino un lugar en el cual crecer. Tratar de empezar de nuevo, lejos.

El camión arrancó y empezó su trayecto. Tenían una perrita que echó a correr tras el mastodonte herrumbroso, como en una escena sentimental de una película de sobremesa. Los siguió en la empinada subida, a la salida del pueblo; corrió envuelta en el humo y en polvo hasta darse cuenta, exhausta, de que su destino era quedarse, y ver cómo su familia se iba, subiendo la montaña, haciéndose pequeños en el paisaje.

Mi papá repite con ternura y desazón aún hoy la historia de la perrita, cuyo nombre ya no tiene claro. Lo cuenta de una forma tan sentida, aunque las palabras sean las mismas, que intuyo  lo que para él y para todos los que nacimos a raíz de esa partida representa: quizá siente que en ese momento Cunén entero quería despedirlos, o que si ellos no podían permanecer el pueblo los acompañaría, como si no quisiera separarse, como si quisiera que siguieran juntos, como si la perrita fuera el pueblo que inevitablemente tenían que dejar jadeando.

                                       Viéndolos alejarse en las curvas.

                                                                                       Yéndose.

Encontrar mi rostro

El día en que pisé Cunén por primera vez, tendría aproximadamente la misma edad que mi padre cuando lo abandonó, pero a diferencia de él yo no lo recuerdo esos detalles. La que recuerdo es mi segunda llegada, cuando tenía 7 años. Entonces mi papá tenía un ritual, o más bien quería inaugurar uno: al entrar al pueblo su primer deseo era ir a ver al abuelito Félix Gamarro. Félix era un hombre imponente, señorón de pueblo, de esos que son alcaldes interinos un par de veces, y que infunden respeto: señor bravo, patriarca de toda la ralea.

El abuelito Félix para entonces ya estaba muerto.

Calculo que a esas alturas, alrededor de  1992, el abuelito Félix llevaría muerto ya unos 20 años, pero la verdad es que hacía poco que yo lo había visto: fue un rato antes de llegar al cementerio. No voy a insistir en que vivimos con fantasmas, los alimentamos de recuerdos y de recuerdos de otros, porque para quien haya entrado a Cunén alguna vez sería una obviedad. Así se irguieron allí otros nombres cuando llegué. Los fantasmas nos dieron la bienvenida: tíos abuelos, primos de alguien, la hermana de otro.

En la casa, a la vuelta del parque y de la iglesia, nos esperaba mi familia.

Recuerdo que aquel día, al entrar al caserón y saludar a mi abuelita, caminé decidida hacia el fondo del  corredor que me dejaría una impronta tan honda.

Ahí estaba el altar. Vi las paredes llenas de fotos, personas que no conocía, mis ojos o los ojos de mi papá, mucha gente que ya no existía, no físicamente, muertos o transformados por el tiempo. Encontré mi rostro, me quedé absorta al ver que yo era parte de ese muro, de ese detallado camino de imágenes que de alguna forma, sin palabra, sin sonido, nos daba un sentido. Uno no es sin los otros, uno es esos otros, con otras vidas, con otros nombres: todos representados en esa misma pared de la casa de Cunén, vi a mis bisabuelos y sentí que sabían lo que yo sé ahora: su memoria y la memoria de sus abuelos son parte de lo que soy desde este presente, y también será parte de los que vendrán después. No sé si lo pensé, pero estoy segura de que lo sentí: había llegado a mi origen.

Y en mi origen, mi bisabuelo tenía una tienda. Era de esas tiendas que vendían panela, cigarros de tuza, cerveza, lazos... Con el tiempo, la vida del pueblo cambió y con ello las cosas que la gente consumía, así se fue quedando la tienda como la clásica venta de gaseosas y chucherías, junto a tantas otras tiendas, a la par de un internet, una cafetería, esos pequeños negocios que representan la única forma de vivir desde Cunén. Yo la conocí en el tiempo de su primera decadencia, cuando todavía estaba llena de encanto. Hoy los mostradores siguen siendo los mismos, todavía tienen las señas para medir varas y yardas, el destapador incrustado en una de las estanterías, los frascos de dulces, las tareas de leña, una refrigeradora que usaban para los helados de bolsita que hacía mi tía y estaba llena de botellas de India Quiché, esa gaseosa que las grandes embotelladoras no han dejado entrar libremente al mercado nacional.

Si Cunén tenía un sabor en mi infancia era el de la Crema Soda, el sabor más raro y rico que una gaseosa puede tener. Aunque desde entonces ha traspasado las fronteras del departamento, en ese entonces solo era posible encontrar ese sabor ahí, en tierras quichilences y huehuetecas. De niños, lo que hacíamos mis primos y yo era entrar a la casa, entrar a la tienda, llegar a la refri, sacar una Crema Soda, apuntarla en el cuaderno y empinárnosla como si no hubiera futuro.

El pasado bajo el paisaje

En medio de la fiesta que siempre significa una reunión familiar, en medio de las risas, de los tragos, de la música, del reencuentro de las familias inmensas que se dan cita en un solo lugar, hay una cosa que no se puede dejar de hacer: ir al río. En Cunén ir al río es casi sagrado, un ritual. Uno no puede estar ahí sin bajar por el camino frente a la casa y, en cuestión de cinco minutos estar a la orilla de la paz total, entre pequeñas lomas y vacas pastando. A pesar de tanta belleza pintoresca, ese camino me marcó la conciencia en una de las primeras veces que llegué a Cunen. Mi papá señaló una planicie iluminada por el sol de la mañana, con una grama perfecta, y el sonido fluvial y el del viento.

—Aquí, en este pedazo —dijo con mezcla de gravedad y ligereza—, hay gente enterrada. Es un cementerio clandestino.

***

Imaginé esos cuerpos apilados.
La angustia que guardaba ese paisaje apacible.
El momento en que fueron enterrados.
Pensé en el tiempo y la belleza que en su centro contiene a la muerte y entendí de una manera brutal a mi país.

Celia Enriquez Alvarado

Un portal al otro mundo

Este pequeño pueblo alberga, como todo pequeño pueblo, inmensos mundos fantásticos que no conocen la frontera con la realidad. Los seres fantásticos andan sueltos; todos vieron a Juana Coyota, la mujer de ojos rojos que en las noches daba tres vueltas para adelante y tres vueltas para atrás y se convertía en coyote, con los mismos ojos rojos de cuando tenía forma humana. Todos escucharon al Duende, que perseguía a muchachas bonitas, que tiraba puños de tierra en las casas y que silbaba en la noche, agarrado de los árboles, con un sonido muy parecido al del viento.

Estas historias llegaban en voces de todos pero Doña Nina, esposa de un tío bisabuelo mío, el tío Guto, era quien las contaba regularmente con un cigarro en la boca y rodeada de toda la familia. Su forma de hablar, alargada como su figura, su voz ronca parecida a la de un hombre, su rostro semi alumbrado por la luz de la fogata mientras contaba las intimidaciones del duende, o los gritos de la llorona, eran el portal no solo al miedo sino al otro mundo que no vemos durante el día, el que guarda otros tiempos y otros nombres.

No solo fantasmas y seres fantásticos pueblan las noches de Cunén, también hay locos. Son locos como la Piedad y la Bértila, dos hermanas que yo no conocí pero que tengo en mi mente por tanta descripción que han hecho de ellas. Eran pequeñísimas, medirían un metro treinta o menos y se vestían con ropa de los años veinte, de cuando fueron jóvenes. Vendían muñequitos de trapo que ellas mismas hacían y que eran igual de extraños, según dicen; también vendían naranja agria de un palo que tenían en el patio de su casa. Cuando murió Bértila, mi tío Ismael, que era el carpintero del pueblo, llegó para medirla y hacer su caja de muerta. Estaba tendida en la mesa de la casa, pero, extraña como era, no podía ser una muerte normal. Cuando Ismael la estaba midiendo, el pequeño cuerpo rígido abrió los ojos, se sentó y habló. Cuentan que siguió viva dos días más, y que su segunda muerte sí fue definitiva.

Hay lugares que solo uno conoce

Un cuadro colgado en la sala de la casa de mis abuelitos en Xela tiene un texto largo, impreso. No recuerdo todo lo que dice pero su título es “Cunén en mi recuerdo”.

Crecí diciendo que mi papá era de Cunén, que mi familia era de ahí, crecí explicando que era un pueblo chiquito, que era hermoso, que era alegre, en fin…

Casi toda mi familia vive fuera de Cunén pero todos habitamos en él, en sus distintos tiempos, con sus muertos, con sus historias. Pueblo Aleph que nos contiene a todos a pesar de la distancia y de la muerte.

Crecí entendiendo que para el país Cunén es un lugar invisible, que como otros pueblos, sus historias y sus peculiaridades son para los que nacieron ahí o que, al igual que yo, se sienten de ahí. Este no es un país territorialmente grande, pero a pesar de eso no nos hemos logrado reconocer. Estoy segura de que lo que para mí significa Cunén significan otros lugares para tantos otras personas y tal vez no sea tan distinto lo que representan. Pienso en ese oleaje de altas montañas, pienso en cuántos pueblos existen en sus faldas. Tal vez la mejor forma de conocer al otro sea pararse en una parte alta y ver ese paisaje, dramático, accidentado, arrugado. Tan parecido al sismógrafo de nuestra historia.

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