Le tengo a mi infancia una nostalgia injustificada, en primer lugar, porque no recuerdo casi nada de ella. Y no es que tenga mala memoria. Puedo memorizar cuántas arrugas tiene una persona alrededor de los ojos solo con verla una vez, pero se me olvida mi historia. No recuerdo cuándo se me cayeron los dientes, no recuerdo la última vez que vi a mi padre y no recuerdo ni siquiera si mis uñas han tenido siempre la misma forma.
Hace no mucho tiempo estaba convencida de que me había ahogado en una piscina a los cinco años, pero, por más que me esforzaba, no podía recordar si realmente había sucedido. Después de darle muchas vueltas al asunto decidí dejar de pensar en ello, dejar de pensar en los recuerdos y pensar en los olvidos. Siempre ha sido un placer saber cosas que sé que voy a olvidar, como los elementos de la tabla periódica o cuántos músculos tiene un gato en cada oreja, pero hace unos días salí a caminar y, viendo una pared, recordé algo que no he podido dejar de recordar desde que vino a mi mente: cuándo era niña, recibí un libro que mi madre me regaló. No fue el único, pero sí uno de los más importantes. En ese libro leí una frase que me pareció imprescindible. Estaba segura de que era algo que no quería olvidar. Me provocaba angustia pensar en la posibilidad de que pudiera escapar de mí. Tenía que hacer algo para mantenerla conmigo. Pensé arrancar la hoja del libro y guardarla, o anotarla en un cuaderno, o decírsela a mi madre y pedirle que me la dijera cada cierto tiempo, pero nada me parecía suficiente. Estuve una semana leyendo la misma frase todos los días varias veces al día y, aunque en ese momento no sabía que al crecer muchas cosas se olvidan, me había invadido un sentimiento que no me dejaba fiarme de mi memoria.
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Muchas veces, cuando me quedaba sola en la casa, iba a la habitación de mi madre, abría su closet y pasaba horas viendo sus cosas. Revisaba cada gaveta, cada rincón, cualquier caja, bolsa o recipiente. Así fue como un día encontré un frasquito con pintura blanca. Aunque la habitación estaba llena de cosas más interesantes y más bonitas, ese frasquito con pintura era lo único que me provocaba cierta emoción, así que me lo lleve y, después de pensarlo poco menos de lo que me tomó destaparlo, sin considerar una mejor opción, metí los dedos dentro del frasco para llenarlos de pintura y comencé a escribir la frase que no quería olvidar sobre la pared donde estaba puesta la cabecera de mi cama.
Mi letra nunca ha sido bonita, y en ese entonces yo no era capaz de escribir de forma pareja o por lo menos en línea recta. Y a eso había que sumarle la dificultad de haber utilizado los dedos en lugar de un lápiz o un pincel. Debo reconocer que aquello había quedado verdaderamente horrible. Aun así, yo sentía que me había quitado un peso de encima por haberlo hecho. Ahora podía estar tranquila. Aunque mi memoria fallara, la frase iba a estar ahí.
No parecía mala idea hasta que mi madre volvió. Al principio estaba muy molesta. Me regañaba intentando no levantar la voz más de lo necesario para que yo supiera que lo que había hecho estaba muy mal. Cuando fue mi turno de hablar, le expliqué que esa frase era algo que yo quería recordar todos los días porque era importante y que no había encontrado otra manera de asegurarme de que no iba a olvidarla. Algo de ternura debió de haber invadido a mi madre, que me abrazó y me dijo que, cuando encontrara un mejor lugar para guardarla, iba a tener que limpiar la pared.
Nunca borramos la frase. Nunca pintamos encima. Sigue escrita en una de las paredes de la casa de mi madre, y el otro día que salí a caminar vi una pared y lo recordé. Y también recordé lo importante que es escribir sobre las paredes las cosas que no queremos olvidar, las cosas que nadie debería olvidar. Y si es necesario escribir sobre todas las paredes del país para que la gente recuerde lo importante, que así sea. Porque la mayoría no recordamos casi nada. Y no es que tengamos mala memoria, pero se nos olvida nuestra historia.
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