Popularizado por Nietzsche a finales del siglo XIX, este personaje carga con lo mejor de las tradiciones de insolencia (ancestral o actual) que hacen estallar el orden de las cosas. Zaratustra es un bastardo de su época —quizá mejor: una bastardía epocal—, el inesperado asomo de un indomable exceso que corroe desde dentro la inercia acomodaticia del mundo imperante. La actitud Zaratustra es encarnada por la incómoda vitalidad de los espíritus libres o por los atletas de las transfiguraciones mundanales. Este estado de ánimo es capaz de expresarse a través del onanismo argumentativo del kinismo ateniense. Toma la palabra para exhortar terriblemente: «Ama a tus enemigos». Dispone a caminar al fratello di Assisi, en plena época de las cruzadas, para conversar amablemente con el sultán. Reclama el sufragio universal, utiliza pasajes bíblicos para apuntalar la abolición de la esclavitud, instaura una reforma agraria o escribe los Poemas de la izquierda erótica. Se trata de una actitud intempestiva y offside.
Esta actitud Zaratustra desacomoda la ilusión de la perpetuidad, el para-siempre del mundo feliz de los vencedores. Dimite del olvido obligado por las historias oficiales y de la complicidad del silencio indolente. Es esta la que engendra el recurso angelético que grita en medio de un útero óseo en una de las portadas del Remhi. Acusa con su voz y mirada las perversas prácticas del escepticismo misógino castrense de Sepur Zarco. Convierte las carreteras en arenas políticas del disenso y, después de un largo training en los infernales gimnasios del mundo colonial, debuta en el anfiteatro de la democracia electoral como mujer-maya-pobre-organizadora-comunitaria-candidata-presidencial. Se trata de una disposición anímica que incomoda al poder, a las morales, a los saberes y sentires mezquinos, y emite mensajes «para todos y ninguno».
La actitud Zaratustra habita en Totonicapán, en San Pedro La Laguna y en la comalapense Florencia de América, lugares en los que ha puesto en marcha desde hace varias décadas un renaissance maya. Este renacimiento sucede a una trágica y larga noche que dio inicio con el crepúsculo vespertino empujado por el Requerimiento, el artilugio jurídico-metafísico producido por los invasores en 1513 para legitimar la violencia y sosegar las conciencias de los violentos. Este dispositivo del poder imperial se sostenía en (y sostenía que) un ente sobrenatural (uno, eterno, infinito) otorgó a un selecto grupo «el mundo para su reyno e jurisdicción» y le permitió «estar y poner su silla en cualquiera otra parte del mundo, y juzgar é gobernar á todas las gentes». El Requerimiento es una de esas actas de nacimiento del mundo moderno/colonial.
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¿Es esta silla ontoteológica la que carga el Zaratustra comalapense en la obra de Ángel Poyón? Se trata de un atleta maya —cuasi Atlas Farnesio— que retorna un don obsceno, entregado sin la posibilidad de retorno hace más de medio milenio. El retorno es ahora factible. Para devolver esta silla, sin embargo, hay que ser capaz de moverla. Y ser capaz de moverle la silla al poder colonial (falocrático, monoepistémico, racista, misógino, clasista, intelicida, etcétera) requiere de un largo entrenamiento físico-espiritual, de una sostenida ascesis físico-psíquica, de largas temporadas de ejercicios espirituales decoloniales. Implica un estar en forma decolonial.
La vida útil de esta silla ontoteológica ha caducado. Se devuelven los restos. Los atletas mayas de alto rendimiento llevan a cabo esta nueva (y larga) tarea. La silla es transportada sobre unas espaldas entrenadas en las fincas de café, en los cañaverales infernales, en los intestinos de la selva, en los múltiples recintos de la indolencia. Pero estos atletas de la descolonización se ejercitan también en las metrópolis académicas, en la espiritualidad de la montaña, en la cálida esfera de la comunidad e incluso en las esquinas inhabitadas del cristianismo kenótico. Los resultados de este largo proceso de entrenamiento se vuelven visibles como opción por ri utzalaj k’aslemal. El arte, la protesta, las marchas, la academia, la Iglesia, el feminismo, la participación electoral, entre otros, son convertidos en espacios de aclimatación de un mundo otro.
El Zaratustra comalapense anuncia desde el atrio de algún museo que el mundo moderno/colonial ha muerto y que, como consecuencia, «el mundo verdadero (de los vencederos) finalmente ha devenido fábula». Sabe muy bien, sin embargo, que este fin es de larga duración. Y que hacen falta aún Übermenschen descolonizados. A muchos de los espectadores de este performance, algunos ya capaces de ultrapasar la indolencia colonial, se les comunica algo todavía ininteligible. Quizá los versos finales con los que Rainer Maria Rilke traduce el mensaje que proviene del «torso arcaico de Apolo» permitan extraer el imperativo ético-ascético resguardado por la obra de Ángel Poyón: «Pues ahí no hay un solo lugar / que no te mire. Debes cambiar tu vida».
Un espectro recorre Guatemala: el espectro de la actitud Zaratustra.
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