La ley combate el denominado anatocismo, que es una mala costumbre de cobrar intereses sobre los intereses de mora, derivados del impago de un préstamo. En la jerga técnica, esto es conocido como capitalización de los intereses.Los abusos fueron inimaginables, producto de la flexibilidad con que los reguladores financieros –léase la Junta Monetaria y la Superintendencia de Bancos– han operado desde agosto de 1989, cuando se liberalizaron las tasas de interés.
La ley obliga al emisor y al banco a comunicarse con el deudor cuando se le traben las carretas, y a proceder a una negociación lógica y justa, de acuerdo con sus posibilidades.
Además, obliga a los oferentes a publicar en sus páginas web las tasas que se aplican sobre las diferentes tarjetas. Este escribiente ha venido rastreando las diferentes páginas bancarias y aún se resisten a publicar expresamente el costo de sus servicios.
Es de suma importancia que, esa nueva institucionalidad y acuerdos creados entre una sección especial de la DIACO y la Superintendencia de Bancos, se encargue, no solo de fomentar la educación financiera y la responsabilidad del tarjetahabiente, sino también de forzar a las instituciones financieras a revelar toda la información atingente a los servicios tarjeteros que prestan.
La historia inmediata ha sido compleja y desventajosa para el público en relación con las tasas de interés y el costo para el cobro de los créditos en el medio. Todo empieza en agosto de 1989, con la liberalización de las tasas, luego de largas décadas de tasas tope controladas por el Banco de Guatemala y su Junta Monetaria.
Resulta ser que la caja de herramientas que predominaba previo a tal época recomendaba un control sobre las tasas de interés como un medio para promover el crecimiento económico de los sectores productivos. Desde 1936, tiempos de la gran recesión estadounidense, se recomendaba un control de las tasas de interés, por sobre el control de los medios de pago.
Sin embargo, los desajustes inflacionarios desde la década de los 70 fueron moldeando otras recomendaciones y aconsejando la liberalización financiera, con el objetivo de motivar a los grandes tenedores de dinero a aventurarse en la innovación financiera, ofreciéndoles una mejor retribución por poner en riesgo sus capitales.
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Los ponentes de las nuevas iniciativas tildaban de represor financiero al banco central, y pujaban por liberalizar tasas para promover la innovación financiera, utilizando todos los argumentos de los precios tope y del neoliberalismo rampante por esos tiempos. El tema era por demás delicado y ello llevó al eminente profesor de Yale, el cubano Carlos Diaz Alejandro, a escribir un célebre artículo titulado Good bye financial repression, Hello financial crash (Adiós represión financiera, hola crash financiero). El texto anticipaba la ocurrencia de graves crisis financieras debido al paroxismo liberalizador.
Que gran razón tuvo Diaz Alejandro, la liberalización financiera llevada a extremos, produjo quiebras bancarias por doquier, fraudes financieros, e introdujo la usura en el tema que ahora abordamos: las tasas de interés sobre las tarjetas de crédito.
Eran tiempos del primer gobierno democrático, y la apertura generó un despegue abrupto de tasas, tanto las de interés como la relativa al precio del dólar, que impulsó a la devaluación de la moneda. En tales tiempos no se hablaba, ni por asomo, de remesas, y de esas entradas de dinero que han fomentado la bonanza de los dólares en el sistema, y los cafetaleros, azucareros y otros de la foto, simplemente exigían un mejor pago por sus exportaciones. Eran otros tiempos.
En lo referente a las tasas de interés, estas llegaron a tener valores inusitados, llegando a redituar diversas inversiones financieras públicas a niveles mayores al 40 %. Rápidamente, los créditos se encarecieron, pero de una manera surrealista —hasta el presente— las tasas de ahorro, es decir, las que nosotros, el público en general, le prestamos a los bancos, siguen besando el suelo.
Y con ello, la rentabilidad financiera de los bancos del sistema subió como la espuma. Mientras tanto, los denominados bancos de fomento fueron desapareciendo debido a diversas circunstancias, quedando algunos de carácter semiestatal, y hoy estatal, que juegan con las propias reglas del mercado. El colmo resulta ser que, el mentado Banco de los Trabajadores, se ha transformado en un banco de consumo, teniendo endeudados a miles de trabajadores, tanto del sector público, como del privado. Sin innovar nada en beneficio del sector de Economía Laboral, que es muy activo en otras realidades, pero no en la nuestra.
Aplaudimos entonces que, por lo menos con la ley citada, los abusos se detengan, aun cuando se trate de cargas financieras muy altas, que deberían irse sincerando, si en verdad existiera en el medio una sana competencia por brindar servicios financieros.
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