Asesinatos en cárceles: nos convencieron de que son normales
Asesinatos en cárceles: nos convencieron de que son normales
Una vez más vemos con “normalidad” enfrentamientos en las prisiones. El 19 de mayo en la Granja Penal de Cantel, Quetzaltenango, asesinaron a siete privados de libertad. Los hechos llegan a extremos de sadismo, como la decapitación de las víctimas. La noticia se presentó como un desorden provocado para ejecutar una venganza, probablemente relacionado con el narcotráfico. ¿Qué significa esta violencia alarmante en las cárceles? ¿Cómo se interpreta en el contexto político donde parece que retrocedemos al autoritarismo?
Según datos oficiales al 22 de febrero de este año hay 25 mil 208 personas en las prisiones. La mitad cumple condena y la otra está en prisión preventiva. Es una gran cantidad de personas cuya vida e integridad es responsabilidad del Estado. Es la infraestructura estatal, conformada por custodios y directores de presidios, jueces y fiscales, Ministerio de Gobernación (Mingob), Policía Nacional Civil (PCN) y Ejército, que apoyan a la Dirección General del Sistema Penitenciario (DGSP), la encargada de garantizar sus derechos humanos.
Lamentablemente las muertes violentas en las prisiones guatemaltecas no son poco frecuentes. De 2001 a 2017 la Subdirección General de Operaciones de la PNC registró 190 víctimas, 189 hombres y una mujer. En promedio, 11 casos anuales. En el contexto de la crisis política de 2018 durante el gobierno de Jimmy Morales, provocada para garantizar la impunidad, sólo de enero a septiembre de ese año se reportaron 31 homicidios de hombres en las cárceles.
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Según datos preliminares de la PNC, en 2018 hubo 41 homicidios en prisiones (todos hombres, 7 identificados como pandilleros) y uno más en el Juzgado de Paz de San Andrés Itzapa, Chimaltenango. En 2019 hubo 15 homicidios, todos hombres). En 2020, en el contexto de la pandemia de COVID19, se reportaron seis, también hombres. Si usamos como referencia la población carcelaria al final de cada año calendario, las tasas de violencia homicida son extremadamente altas. De 2001 a 2021 se presentan picos en 2002, 2005, 2016 y 2018.
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La mayoría de las muertes violentas en prisiones se muestra como un ajuste de cuentas o rivalidad entre maras y pandillas. Todo queda en una portada sensacionalista y los casos en la impunidad. Lo más grave es que la opinión pública no reacciona con contundencia, porque asume como algo normal las muertes violentas en prisión y cree que los privados de libertad merecen ese destino trágico.
La violencia en prisiones parece indicar que los encargados de aplicar la ley no garantizan la vida de los privados de libertad. Parece que el Estado solo reacciona luego de los hechos violentos, supuestamente para investigar, pero puede ser cómplice por omisión, al permitir que sicarios al servicio de diversos intereses poderosos operen dentro de las prisiones, buscando acallar a cómplices que eventualmente podrían cooperar con la justicia.
Es paradójico que los años más violentos del país, de 2007 a 2013, son los menos violentos dentro de las prisiones. Recordemos que la población en las prisiones se triplicó a partir de ese año hasta 2017. Previo a la salida de Carlos Vielman y su equipo del Ministerio de Gobernación, en marzo de 2007, lo que se ha documentado que ocurría eran ejecuciones extrajudiciales. En lugar de capturar y procesar judicialmente a los supuestos criminales, desde el Estado se había decidió eliminarlos.
Es necesario profundizar sobre las causas de la violencia homicida en las prisiones para comprobar o descartar diversas hipótesis que se plantean. Una de ellas es que pretenden desviar la atención sobre otros problemas políticos o económicos.
La apuesta por el castigo
Una característica de la ética de nuestra sociedad es el desprecio por la vida de los privados de libertad. Se asume que son merecedores de todas las desgracias dentro de la cárcel. Se piensa que al entrar en prisión se les despoja de toda dignidad humana, cuando lo que perdieron es la libertad y algunos derechos políticos, como el derecho a elegir y ser electo.
Dadas las debilidades del sistema de justicia guatemalteco, cualquiera puede ser detenido y encerrado por un accidente o, incluso, por un error (como un homónimo) y permanecer así horas, días o años, sin ninguna protección ante los depredadores que allí habitan. O también ante los que depredan a los engullidos por el sistema desde fuera, como abogados, fiscales, jueces y demás autoridades corruptas, quienes se aprovechan las asimetrías de información provocadas por los laberintos legales para obtener rentas extraordinarias.
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Ahora vemos cómo se impone un nuevo escenario que agrava la situación: la criminalización de abogados litigantes, periodistas independientes, líderes de sociedad civil y de la oposición política. Estamos descendiendo hacia el abismo del autoritarismo en Guatemala, donde los poderosos utilizan la ley para intimidar, para disciplinar a la disidencia.
Ya lo hacían contra activistas de derechos humanos durante el conflicto armado interno, y contra líderes campesinos defensores de los territorios de los pueblos indígenas contra la explotación de las industrias extractivistas. Entonces fuimos indiferentes porque nos parecían conflictos lejanos, que afectaban a personas que no conocíamos.
Hoy, ante la captura de las instituciones democráticas y republicanas y ante la cooptación del sistema de justicia estamos obligados a reflexionar que ir a la cárcel puede significar una sentencia de muerte. Estamos en grave riesgo de volver a los tiempos de las férreas dictaduras liberales del siglo XX, cuando se aplicaba la Ley Fuga a los enemigos del régimen, pues simulándose que escapaban se les disparaba por la espalda.
Un presidente con pasado
El presidente Alejandro Giammattei es una figura importante en el recuento de la violencia dentro de las prisiones. Fue director del Sistema Penitenciario de noviembre de 2005 a enero de 2007, durante el gobierno de Óscar Berger.
En 2006 la PNC registró 10 homicidios en las prisiones, después de un año extremadamente violento, cuando hubo 36 homicidios. El caso más sonado fue la Operación Pavo Real, en la que siete privados de libertad murieron de forma violenta en la Granja Modelo de Rehabilitación Pavón.
En ese operativo del 25 de noviembre de 2006 participaron más de 3 mil agentes de la PNC y del Ejército, supuestamente para retomar el control de Pavón. Las investigaciones revelaron que se trató de ejecuciones extrajudiciales. Por ello, Alejandro Giammattei fue arrestado en agosto de 2010, pero en mayo de 2011 un tribunal lo absolvió porque consideró que no había suficientes pruebas en su contra.
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La Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (Cicig) explicó en junio 2019 que Giammattei ya no era sujeto de investigación por el Ministerio Público (MP), pues la Corte de Constitucionalidad había suspendido su caso en 2012 y en 2014.
Por este caso también fueron procesados tres exfuncionarios del Ministerio de Gobernación de la gestión de Berger. En España, Carlos Vielman, exministro de Gobernación, (pero absuelto en 2017). Erwin Sperisen exdirector de la PNC, en Suiza (condenado en 2018). Javier Figuera, exsubdirector general de Investigación Criminal, en Austria (absuelto en 2013). Además, se les acusó por el “Plan Gavilán”, diseñado para recapturar a 19 internos de la cárcel de alta seguridad El Infiernito que se fugaron el 22 de octubre del 2005. Tres de ellos fueron ejecutados extrajudicialmente.
Estos antecedentes sobre la violencia en las prisiones generan preocupación en la sociedad civil organizada, sobre todo la especializada en derechos humanos y en la lucha anticorrupción, porque el Gobierno, el Legislativo y las Cortes han dado señales de lograr coordinarse para garantizarse impunidad, cancelar a las ONGs incómodas para los poderosos, y criminalizar a líderes sociales, periodistas y litigantes independientes. Cualquier persona considerada como opositora al régimen podría terminar en la prisión y morir víctima de violencia. El crimen puede disfrazarse como “víctima colateral” en un motín carcelario.
¿Un futuro autoritario?
En democracia una sociedad civil fuerte es fundamental para garantizar el buen gobierno, la transparencia y la rendición de cuentas. También los medios de comunicación que brinden información verificada y alternativa a las fuentes oficiales. Son indispensables las organizaciones e individuos capaces de interponer recursos legales para que se respeten la libertades y derechos fundamentales de todas y todos, así como los partidos y los liderazgos políticos de oposición para fiscalizar y proponer otras respuestas a los problemas públicos, entre otras funciones importantes de la sana competencia político-electoral. Todos son actores importantes del sistema de pesos y contrapesos que garantiza una república democrática.
Por ello, debemos rechazar enérgicamente que el sistema de justicia se manipule para perseguir y detener a exfiscales, quienes en el ejercicio de sus cargos demostraron su compromiso por la aplicación de la ley y no tuvieron miedo a enfrentarse a criminales poderosos. Seguramente, su experiencia en el servicio público les motivó a buscar opciones políticas para continuar sirviendo en cargos de elección popular, pero parece que los poderosos desean bloquearles esta aspiración legítima.
En el caso específico de la reciente detención de Juan Francisco Solórzano Foppa, exdirector de la Unidad de Métodos Especiales del MP y exsuperintendente de Administración Tributaria, evidentemente se hizo de manera anómala y, posiblemente, de forma ilegal. Un carro sin placas le bloqueó el paso en la vía pública. El agente de la PNC que llegó en una patrulla no sabía por qué se le estaba deteniendo. Luego se conoció que el caso está relacionado con un supuesto caso de falsedad ideológica en un acta para crear de un partido político.
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Aunque no hay riesgo alguno de fuga, un juez decidió enviarlo a un centro detención provisional, porque también se le acusa de asociación ilícita y conspiración (delitos contemplados en la Ley Contra la Delincuencia Organizada, Decreto 21-2006).
Así se le expuso a ser víctima de extorsión en la cárcel de Matamoros a cambio de no agredirlo. Luego, ante las amenazas, se le trasladó a la de Mariscal Zavala, otro reclusorio VIP dentro de los cuarteles militares. Son lugares sin garantías para el resguardo de la vida e integridad de los detenidos, pues los militares a cargo también han demostrado que son sobornables y las condiciones en las que se encuentran los privados de libertad son muy precarias.
Además, las autoridades del Mingob, a cargo del Sistema Penitenciario, no han demostrado vocación por el respeto a los derechos humanos. Lo vimos con la brutalidad de la PNC durante la manifestación del 21 de noviembre de 2020.
El mismo día de la captura de Solórzano Foppa ocurrió la matanza en la cárcel de Cantel. Lo cual, en medio de un clima de zozobra por la vuelta a los niveles de violencia prepandemia, no contribuye en nada a tener confianza en las instituciones estatales, mucho menos en las del sistema de justicia. La amenaza del uso de la fuerza, especialmente bajo la fachada de la estricta aplicación de la ley, es una de las armas preferidas por los regímenes autoritarios. Claramente la usan, sin descaro, para acallar a la oposición, sea esta de la sociedad civil o de los partidos políticos.
Winter is coming.
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