Los que estaban poniendo atención durante la presentación que el ministro de Finanzas hizo sobre la propuesta del presupuesto estatal para el 2017 quizá notaron la importancia de los desastres provocados por fenómenos naturales como causantes del riesgo fiscal. Yo no vi la presentación (no recuerdo si estaba durmiendo), pero algunos días después tuve la oportunidad de hojear los documentos en los cuales el Ministerio de Finanzas detalla la propuesta. En el documento sobre riesgos fiscales (tabla 1), el riesgo se clasifica en dos dimensiones: probabilidad e intensidad. A criterio de los analistas, el riesgo con la probabilidad más alta y con la intensidad más severa (riesgo catastrófico) es el asociado a «desastres provocados por fenómenos naturales». El análisis menciona el aumento del déficit fiscal causado por los desastres de las tormentas Mitch (1998), Stan (2005) y Agatha (2010) y por la erupción del volcán de Pacaya en mayo del 2010, con reducciones de entre el 0.2 y el 1 % del producto interno bruto, lo cual es muy significativo cuando el déficit en sí es del orden del 1.7 al 3.3 %.
¿Cómo puede mitigarse ese riesgo? En parte podría mitigarse reduciendo la vulnerabilidad de la infraestructura estatal en riesgo, esa infraestructura que podría perderse y luego será necesario sustituir. Lo mismo podríamos decir de la reducción de la vulnerabilidad de las viviendas de la población en riesgo, para las cuales el Estado (ojalá) hará un desembolso para reponerlas si se pierden durante un desastre. La misma propuesta para el 2017 incluye un renglón de «atención a desastres y gestión de riesgos» por 399.98 millones de quetzales, un 0.54 % del total de gastos en ese presupuesto. La asignación de un presupuesto en ese renglón parece una muy buena idea, y el monto parece alto. Este monto se puede comparar con las estimaciones del daño económico (Base Internacional de Datos sobre Desastres del Centro para la Investigación sobre la Epidemiología de los Desastres —CRED, por sus siglas en inglés—) producto del huracán Mitch (748 millones de dólares estadounidenses), la tormenta Stan (988 millones), la tormenta Agatha (650 millones) y el terremoto del 7 de noviembre de 2012 (210 millones), que suman 2 596 millones en 18 años. Distribuido durante ese período de tiempo, el costo sería del orden de los 1 100 millones de quetzales anuales. En un primer plano, esa asignación podría ser suficiente si la inversión es eficiente y ayuda a reducir las pérdidas, en lugar de servir como un fondo para cubrirlas cuando ocurran. Entonces es importante preguntar cómo se van a invertir esos casi 400 millones de quetzales de un renglón que menciona atención de desastres y gestión de riesgos.
Invertir en gestión del riesgo, es decir en prevención, será a largo plazo mucho más efectivo que utilizar esos fondos para reponer infraestructura, viviendas u otros bienes que se pierden cada vez que ocurre un desastre. Y esa inversión no solo reduciría la vulnerabilidad de la población en riesgo, sino también podría mejorar la calidad de vida de esta en otros aspectos, por ejemplo proveyendo una vivienda digna. Invertir esos fondos en tareas de respuesta ante el desastre o de reconstrucción posterior sería mucho menos efectivo. Y en todo este cálculo ni siquiera se ha considerado algo aún más importante: el potencial de salvar vidas por medio de la prevención, un beneficio que escapa la valoración en términos monetarios.
Qué bueno que se reconozca la importancia del riesgo a desastres causados por amenazas naturales. Y qué bueno que se asignen fondos para «atención a desastres y gestión de riesgos» en la propuesta del presupuesto estatal del 2017. Ojalá esos fondos se inviertan más en la gestión de riesgo y en la reducción de la vulnerabilidad, y menos en la atención a desastres y en la subsecuente reconstrucción.
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