¿Quiénes vociferaban “Lock her up! Lock her up!” como posesos? Los hombres. ¿Quiénes se paseaban como machos encabritados golpeando a otros, amenazando a otros, empujando a otros? Los hombres blancos. ¿Quiénes estaban a su lado o dos pasos atrás para sostener esa rabia? Sus mujeres.
Según las estadísticas finales, Trump ganó por una combinación de factores liderados por raza y género con el sustrato de la marginación de una economía más tecnificada y el miedo —inducido efectivamente por Trump— al cambio y al futuro. Trump fue votado de manera indiscutible por los blancos, en particular hombres sin educación del Medio Oeste y más de la mitad de las mujeres. Mientras muchos veíamos ilógico o raro que Trump viajase a estados con larga tradición demócrata, él trabajaba allí la voluntad de esos grupos con devoción de iluminado. Trump se benefició también porque Hillary Clinton, aunque se quedó con casi la totalidad del voto negro y dos tercios del latino, obtuvo menos votos que Barack Obama en condados clave de estados pendulares.
Los blancos no querían demasiado a Hillary y respondieron con agrado al mensaje proteccionista de Trump. La brecha de género fue la mayor en seis décadas. El número de votantes obreros —un segmento que ya no parece darle su confianza como antes a los demócratas— favoreció de manera elevada al Partido Republicano. Los hombres blancos votaron a Trump en un número mucho mayor a los votos recibidos por Mitt Romney cuando desafió la reelección de Obama: Hillary, al cabo una mujer, provocó un enorme rechazo de los menos formados. En muchos habló el orgullo masculino —varias encuestas hablaban de cómo los republicanos sentían que el país se había feminizado—, pero el macho también se expresó en el género femenino: en Quartz, afirman que el triunfo de Trump entre las mujeres blancas (otra vez, sobre todo las que tienen poca educación) llegó porque muchas aún consideran que los hombres son sus salvadores.
La elección se resolvió por una suma de factores perfectamente racionales —que esa razón no sea la nuestra no los convierte en irracionales, per se— sin comportamientos colectivos cruzados por una raison d’être. ¿Por qué un millonario captó a muchos de los más pobres? “Un elemento poco conocido de la brecha [cultural de clase] es que la clase blanca trabajadora resiente a los profesionales, pero admira a los ricos”, dice Joan C. Williams en Harvard Business Review.
Dos mundos, dos mundos distintos, dos mundos distintos que no se hablan: Estados Unidos es un país polarizado y en brusca tensión. Un tiempo antes de las elecciones, una encuesta de Pew Research decía que muy pocos simpatizantes de Hillary y Trump tenían amigos cercanos en el otro lado de la fuerza. Los que menos eran los más jóvenes y los afroamericanos, y el fenómeno parece un correlato de la profunda división que marca al país. Ambos grupos ven a la sociedad, la cultura, la economía y el modelo de nación de manera muy diversa y parece difícil un diálogo que encuentre terreno común en especial tras la profundización de la grieta en la última década.
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Hillary y los demócratas tuvieron su público en las grandes ciudades donde la globalización y las economías más modernas, vinculadas a los servicios, tienen lazos con el mundo e intercambios culturales variados. Trump y los republicanos se han hecho fuertes en el interior profundo, menos diverso y tolerante, más aferrado a las formas tradicionales —industriales, agrícolas— de producción. Las ciudades, por su dinamismo, están pobladas además por habitantes más jóvenes, dispuestos a tomar riesgos; son, con más determinación en esta elección, azules. El interior del país, mayoritariamente rojo, está ocupado por los más viejos, que quieren una economía más estable, tienen aversión al cambio y, dada su menor expectativa de vida, necesitan más asistencia del Estado que en las costas urbanizadas. La mayoría del país es red profundo, incluidos estados tradicionalmente blues en los Grandes Lagos; los demócratas quedaron afincados en toda la Costa Oeste, un fragmento del suroeste y el noroeste del país, entre la frontera con Canadá al norte y Virginia al centro. Los pueblos pequeños y rurales son ahora republicanos, las ciudades grandes, demócratas.
Hay una crisis de clase entre unos y otros, como parece surgir de The Dignity of Working Men de Michele Lamont: los campesinos blancos y los obreros pobres se consideran en la misma liga que los ricos —ellos producen riqueza, crean cosas, arman algo—, pero los profesionales —esos clasemedieros universitarios y urbanos— se parecen más a parásitos: hablan, no usan las manos. Los ricos están lejos y se idealizan, los profesionales dan las órdenes a los trabajadores. Hillary simboliza la arrogancia de esa elite profesional con su discurso bien aprendido y de palabras raras; Trump tiene todo el dinero del planeta pero habla y se comporta como un camionero borracho en un bar: el vocabulario enroscado versus el straight talker.
Trump es más parecido al estado promedio real que la expectativa liberal de lo que tendría que ser el americano promedio ideal. La mirada liberal es una construcción de laboratorio, un deber ser; Trump encontró bajo la alfombra al hombre real, lo miró y entendió qué podía querer. Se lo dio en un show diario por la TV y Twitter y pasó con su ambulancia abierta a subir a todos. Nosotros ocultamos nuestros gases y vamos al baño a evacuar; ellos se rajan pedos que aprietan en los sillones para no ser descubiertos o se ríen si lo son. Political correctness versus el deslenguamiento desenfrenado: perdimos nosotros.
Nuestro discurso fue moral, el de Trump inmoral o amoral. Nuestro discurso fue principista: lo que debe ser. Políticamente correcto, como esperamos que una democracia moderna y civilizada se comporte. Protección para los más pobres. El fin de guerras idiotas. El fin de un bloque criminal de más de medio siglo a Cuba. El debate de mejores salarios mínimos a punto de salir. Despenalización de drogas livianas. Facilitar que una mujer decida qué hacer con un embarazo indeseado.
Cuando se sancionó Obamacare, sentí alivio. El programa se ha desmoronado desde entonces, víctima de los errores del gobierno y de la avaricia de las aseguradoras, pero su espíritu era balsámico: por fin en Estados Unidos, un país donde el Estado debe hacer un esfuerzo por justificar su misión, había algo parecido a un sistema de salud basado en el sentido común —cuidar y proteger al enfermo, no condenarlo a la muerte financiera por su dolencia— y no sólo en el triunfo del cabildeo de las corporaciones.
Cuando el matrimonio homosexual y los derechos asociados ganaban estado tras estado —a una pensión para los viudos y viudas, por ejemplo, a adoptar y tener niños— tuve la sensación de que vivíamos algo parecido a una extraña utopía respirable. Las cortes en Estados Unidos apoyaban los derechos igualitarios para todos y ese influjo corría pronto hacia otros países y así Argentina o Brasil o Colombia sancionaban sus propias leyes.
Miraba esos momentos con cierta simpática incredulidad. Las decisiones que todo liberal espera habían necesitado nada más de una familia negra en la Casa Blanca para que comenzasen a caer con una facilidad pasmosa. Uno podía llegar a dejarse llevar por la noción de que, después de décadas de dar una batalla ideológica retórica, Obama había quitado el tapón que habría el dique y las decisiones salían con una facilidad asombrosa.
Había una familia negra —una familia negra— al frente del proceso de transformación liberal más profundo del último medio siglo y una candidata, Hillary Clinton, provista de una agenda programática que podía profundizar los ochos años de progresismo pausado de Barack Obama. ¿Cómo podía salir mal? ¿Cómo podía America decir no a una sociedad definitivamente mejor?
Si los Padres Fundadores resucitaran y nos vieran en operación se hubieran vuelto a echar en los sepulcros satisfechos de no tener que volver como fantasmas vigilantes: cuanto se propusieron tenía intérpretes cabales en los liberales del siglo XXI, sólidos, comprometidos con un mundo que podía llegar a ser una pradera soleada poblada por personas en convivencia pacífica y respetuosa donde cada hombre era Charles Ingalls y cada mujer su esposa.
Frente a esa axiología del deber ser, Trump fue la calle sucia y el arrabal, el ricachón chabacano y burdo, un ejemplo indeseable de bravuconería arrabalera. No había en Trump civilidad. Las buenas ideas del mundo nuevo liberal parecían haber terminado su carrera, agotadas, antes de llegar a la cuna de Brooklyn donde berreaba un niño naranja. Pero ese Trump tenía mucho más de realista que nuestras pretensiones. Su imperfección era la imperfección del mundo como se vive a diario fuera de nuestras buenas maneras liberales. ¿Cómo podía estar eso bien?
Ahora tengo la sensación de que estamos asistiendo al sepelio de una época que pudo ser maravillosa, como si se tratase de un ser joven que murió antes de tiempo. Nos reunimos a llorar su despedida, todos presa de un desconsuelo que debilita los músculos. Transitamos adormilados por el día y nos revolvemos en la cama por las noches.
He perdido muchas veces, pero en la madrugada del 9/11 sentía que era la primera en que me habían derrotado. Un día antes, los liberales podíamos tener una presidenta que nos daba márgenes. Había una esperanza y por eso todo estaba abierto. Discutiríamos, volveríamos a cambiar. Sucederá lo mismo ahora, pero nos tomará tiempo reaccionar.
Pero en la jornada clave, en Estados Unidos se había reunido suficiente gente como para elegir de Presidente del Mundo a un tipo capaz de producir este miedo, toda esta tristeza y un puño de angustia en la garganta y el pecho.
“No es melodrama”, escribí por ahí en esos días, “quiero abrazar a mi hijo y sonreírle”. Todavía quiero.