I
Mi padre fue asesinado sobre cierto puente en cierta ciudad de El Salvador. Unos veinte años después, yo atravesé ese puente. Conducía. Entonces pregunté a mi mamá: “¿En este puente mataron a mi papá?”. Mi mamá no contestó. A lo mejor el duelo, a lo mejor la viudez, a lo mejor no lo sabía. Vivíamos en la capital y mi papá fue asesinado en lo que los noticieros más arcaicos llaman interior del país. Lo vimos en la funeraria, fin.
Cuando era periodista, cubría temas culturales. Un fin de semana, en turno, me enviaron a cubrir un asesinato. Uno cualquiera, uno más. Cuando llegué a la escena del crimen, reculé.
Llamé a mi novio y le dije algo así:
—No puedo escribir esta noticia. Mataron a un hombre, lo rodearon de cinta amarilla. A la orilla de la cinta lloran una mujer y una niña.
Madre e hija. Viuda y huérfana. La cinta amarilla como ese límite entre dolor y duelo, entre vida y muerte, entre justicia e impunidad.
El hombre —el esposo, el padre— había sido asesinado en el barrio en el que vivía. Las dolientes llegaron pronto. Su hijita lo vio ahí, sobre la calle, estrellado y explotado, una estrella de sangre debajo del cuerpo, tirado, como un animal de sacrificio.
La diferencia entre esa niña y la que fui yo fue el sitio del duelo, el conocimiento del territorio que fundó su orfandad. Todos los días —si no se mudaban de barrio— esa niña iba a pasar por ese pedazo de calle en el que mataron a su padre. Así, hasta siempre.
No sé qué era lo peor, esa niña presente en el espectáculo del cadáver del padre —era un espectáculo, prensa, policía, curiosos, gritos y una noche que iba cayendo con demasiado peso— o la niña ausente a la que le censuran el cadáver del padre y lo visten de saco y corbata, anillos en los dedos, una cruz de oro en el ojal.
Lo cierto es que el dolor está situado en demasiados espacios de ese país tan pequeño, fundado por un capricho y destruido por demasiados caprichos postreros. El dolor está aquí, ahí, en explosión cotidiana, pero pasamos encima de él, como quien no quiere la cosa, como quien de verdad no quiere mirar atrás porque teme volverse sal como la mujer de Lot.
II
Cuando era niña, me intrigaban —y gustaban— las cruces de colores que veía a la vera de las carreteras, una vez, incluso, vi unas en un lago. Estaban decoradas con flores de plástico y pintadas de colores extravagantes. Me explicaron que eran los lugares que los dolientes usaban para marcar, para identificar, a sus muertos en la carretera, a sus ahogados.
Yo pensaba en accidentes, en naufragios. Era niña. No podía imaginar a mi papá en una cruz de colores a la orilla de un puente. Mi papá estaba a mi lado, en el carro, mientras yo desde la ventana miraba las cruces de la carretera y preguntaba. Preguntaba y ellos, mi papá y mi mamá, explicaban. Yo era niña y no sabía qué era el duelo. Aunque lo miraba, casi festivo, casi marchito, desde la ventana de nuestro carro.
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No sé, no conozco, exactamente el sitio en el que mi papá se desangró, dejó de respirar. No lo saben tampoco muchas madres, padres, hijas, hijos, esposos, esposas, viudas y viudos, huérfanos y huérfanas, amigos perdidos, insondables dolientes, incontables espectros que brillan sólo en el dolor en el país del que vengo, en los países que componen Centroamérica, países que arman un mapa de dolores, de violencias y de sucesiones incontables —y ya injustamente cotidianas— de injusticias.
Cuando era periodista, una anciana me mostró en Izalco los sitios en los que recordaban que sus padres y sus vecinos habían dicho que habían sido enterrados los campesinos masacrados por el ejército nacional en 1932. En otro turno, en la esquina de un mercado, volví a cubrir otro asesinato, un muchacho destrozado en el suelo, como un puñado de tomates aplastados, una mancha de sangre que luego se lavaría de la ciudad. Cuando era niña, mi madre me dijo de cadáveres de muchachos quemados en la esquina de nuestra casa en 1989. Esos cadáveres por los que Julio López ha preguntado en La batalla del volcán, soldados y guerrilleros, jóvenes, muertos sucesivamente en noviembre y olvidados en la calle, en alguna fosa improvisada.
Todo eso que yo vi y supe no es nada. Es apenas un punto que se enrojece y palpita en un mapa minúsculo, un país ridículo por violento y por sus torpes amagos constantes de república o democracia, y sus constantes fracasos. El periodista Carlos Martínez ha narrado los horrores más terribles de El Salvador en tantas crónicas y reportajes en El Faro, él fue quien narró la agonía de los padres que buscan a sus hijos en fosas clandestinas en estos días, días interminables, en un país en el que no hay un banco de ADN y en el que por lo mismo se obliga a los familiares de las víctimas a asistir una y otra vez a la función del descubrimiento de una fosa clandestina, cadáveres descompuestos, huesos. Fueron Marcela Zamora y Julio López quienes en el documental El cuarto de los huesos recogieron, en la voz de un médico forense, la mejor metáfora de país para el El Salvador de los tiempos de paz: un corazón que se extrae aún palpitante de un cuerpo.
A 25 años de la firma de los acuerdos de paz, El Salvador es una estampa comprada en una tienda de souvenirs. Un mapita marcado por crucecitas de colores clavadas como agujas en el territorio, que, al levantarse, exponen la carne viva, sangran.
Mi interés en el dolor no es por que duela. Es por que identifica. Miles de salvadoreños, de centroamericanos, comparten esas experiencias de dolor traumáticas, sin duelos, y en ellas tienen una identidad aún más profunda que los himnos nacionales, las banderas, las comidas típicas. Lo estrafalario de la nación, la escenografía neoclásica liberal que cada día se vuelve más kitch, está aplastando identidades más sinceras, más auténticas y más entrañables. Porque es de la entraña de la que precisamente se extrae el dolor, el sentimiento. No abogo por una nación emocional, pero abogo por una nación que con el lenguaje del Estado no aplaste, no anule, no desaparezca, el dolor de sus ciudadanos, de quienes, finalmente, la construyen, de quienes las sostienen. En el andamiaje de El Salvador como nación hay unas bases construidas por cadáveres, cabeza sobre cabeza, impunidad sobre impunidad. No es hoy, tampoco es 1980, no es 1932, es siempre. Siempre. Este adverbio que es constante.
La importancia de marcar es identificar, es no olvidar, no la escena, sino la ausencia que ahí se marcó. Las calles, las esquinas comunes, los barrancos, las fosas clandestinas, los cuartos de hoteles, de cadas, los pasajes, los bosques mismos, ese paisaje tan exuberante que por dos siglos no ha dejado de obnubilar a poetas y pintores es el escenario mismo de la muerte.
III
Hace un tiempo, un amigo me dijo que mis reflexiones sobre la historia reciente de El Salvador “dan armas a la derecha para que regrese al poder”. Pensar a la historia en clave polarizada —derecha, izquierda, lo que sea que signifiquen o vacíen— es lo que ha atrasado a la Historia como disciplina y como clave para entender el país, la región, que habitamos. Ya quisiera yo que un partido político pudiera entrar en reflexión, tomar apuntes, intelectualizar, algunas de mis preocupaciones. Pero, como mi amigo, están más ocupados en paranoias de Guerra fría, en luchas de cúpulas, argollas, vanidades y obediencias.
No escribo esto para tener réditos incómodos con desclasados políticos, escribo esto porque 25 años después de la firma de los acuerdos de paz, somos un desangradero.
No acepto un país como frontera. No acepto un país en el que los que mueren no significan nada más que cifras para cubrir eficiencias gubernamentales. Hay que pasar la frontera y preguntar por las marcas de los miles de migrantes que mueren en el desierto, entre México y Estados Unidos, y que fueron un día una estadística de población. No es posible que lo único que cubra a estos muertos es la nacionalidad. No es posible que lo único que el Estado nos garantice sea una nacionalidad hueca, que no puede rellenarse con los derechos básicos de la ciudadanía.
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La única deuda entre el Estado y yo no puede ser nada más fiscal. Que yo contribuya con mis impuestos y el Estado me retribuya. Y ya. Una relación con tan pocos réditos para tanto dominio y tanta violencia. Hay meses en los que en El Salvador se cuentan 500 cadáveres. Hay otros cuerpos que, simplemente, no aparecen, no están. Pienso que el Estado también debería decirnos dónde están esos cadáveres que controlaba cuando eran cuerpos.
Quisiera un país que en cuanto territorio permitiera marcar. Marcar identidades más allá de nomenclaturas. Un espacio en el que puedan respetarse nombres y fechas, identidades perdidas pero presentes en los vivos. Esas esquinas donde lloraron niños, rincones donde se arrodillaron madres, soledades de cadáveres irreconocibles y no reconocidos. Un delirio de dolor, dirán. Dignidad, diré yo. Los muertos son tantos como nosotros los vivos.
Quisiera pensar que todos merecemos un espacio digno para marcar nuestros amores más grandes. Hay quienes escriben cartas, diarios, poemas. Otros solo colocan cruces de colores, flores de plástico, velas. Todo país es intemperie y en la intemperie de El Salvador, la paz es una noche muy larga y oscura.
Agradecemos a la familia de Rodolfo Molina que nos haya permitido reproducir la pieza que encabeza este artículo.