Estigmatizar la defensa de un medio ambiente sano tildándola de oposición al desarrollo no solo es errado, sino que además demuestra falta de información y de capacidad de análisis en plena crisis mundial producida por la pandemia del covid-19.
Ejemplo de lo anterior es precisamente la actual pandemia, que ha traído una crisis sanitaria, económica y social sin precedentes a Guatemala y al mundo. Según el equipo de científicos del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), la causa principal de la aparición de enfermedades zoonóticas (de origen animal que se trasladan a personas) como el covid-19 es el deterioro del medio ambiente.
El PNUMA considera que, «al cambiar el uso del suelo para los asentamientos, la agricultura, la tala o las industrias y sus infraestructuras asociadas, se ha fragmentado o invadido el hábitat de los animales. Se han destruido zonas de amortiguamiento naturales, que normalmente separan a los humanos de la vida silvestre, y se han creado puentes para que los patógenos pasen de los animales a las personas».
Claro está que las repercusiones económicas de la pandemia actual condicionan el desarrollo y la economía de los países. Resulta contradictorio entonces hablar de desarrollo sin considerar el impacto ambiental de los proyectos, en este caso de infraestructura, que implican la destrucción de extensiones de bosque del área metropolitana, de zonas de amortiguamiento entre la vida animal y la humana, y que aumentan el riesgo de traslado de patógenos de animales a las personas.
Y si se considera insignificante la relación entre la salud individual y colectiva y el cuidado del medio ambiente, en otros países del mundo como Países Bajos o Colombia cobra auge la justicia climática. La aparición de esta nueva rama de la ciencia jurídica busca obligar a los Estados, a través de sentencias, a cumplir sus compromisos con el cambio climático, a bajar sus emisiones de gases de efecto invernadero y a cuidar el medio ambiente en sus políticas públicas y modelos de desarrollo.
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¿Por qué algunos países desarrollados empiezan a ocuparse del cambio climático en sus modelos de desarrollo? Se considera que, para el 2030, la temperatura del planeta podría aumentar entre 1.5 y 2.0 grados Celsius, lo que implica un aumento del nivel del mar. Una de las causas de esto es la tala inmoderada de árboles, los cuales impiden la captura del dióxido de carbono (gas de efecto invernadero que aumenta la temperatura del planeta) en el aire.
¿Debería importar en Guatemala lo anterior al formular proyectos de infraestructura y de desarrollo? De conformidad con estudios recientes, Centroamérica es una de las regiones más vulnerables al cambio climático. Guatemala y Honduras son responsables del 76 % de las emisiones de gases de efecto invernadero en la región. Además, se pronostica que el nivel del mar aumentará un metro a finales del siglo XXI, de modo que las dos costas centroamericanas (la del Caribe y la del Pacífico) se verán particularmente afectadas, con impactos severos en ciudades y puertos ubicados en esas zonas (¿le suenan Monterrico, Puerto Barrios o el puerto de San José?).
¿Qué relación tiene esto con talar un área de bosque? Muchísima. Según investigaciones de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, «los árboles y los bosques ayudan a mitigar estos cambios climáticos al absorber el bióxido de carbono de la atmósfera y convertirlo, a través de la fotosíntesis, en carbono que almacenan en forma de madera y vegetación».
Los árboles juegan un papel fundamental en la prevención del cambio climático al absorber gases de efecto invernadero. La defensa del medio ambiente no es una oposición al desarrollo: es una cuestión de supervivencia para presentes y futuras generaciones, más aún en la región de Guatemala, cuya vulnerabilidad al cambio climático es mayor. Es necesario encontrar la fórmula que haga compatibles el desarrollo económico y la protección del medio ambiente, ambos extremos de igual importancia y necesarios para el país.
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