A raíz de esa experiencia (que me dejó una sensación de frustración y vacío) asumí la tarea de conocer algunos sueños: los de dos niños, una adolescente y una jovencita de 19 años a quienes con frecuencia encuentro en el diario caminar de nuestro pueblo.
El primero al que le pregunté fue un niño de cuarto grado de primaria de una escuela pública. Su casi quimera iba en orden a sus zapatos. Su respuesta fue contundente: «Quiero crecer rápido para poder trabajar y comprarme unos mejores». Cuando habló, señaló su calzado. Los dos zapatitos, una especie de botines, estaban agujereados y era más que evidente que le quedaban grandes. Sin duda alguna, para él no fueron de nuevo estreno.
La respuesta del segundo niño, de sexto grado de primaria de un colegio privado, fue a manera de bofetada: «Yo solo quiero que mis papás dejen de pelear porque ya no los aguanto». Para entonces, sus ojos estaban llenos de lágrimas, y en un arranque de cólera quebró un lapicero que tenía entre las manos. Un abrazo fue lo mejor que pude proveerle en ese momento.
Cuando le pregunté a la adolescente, una jovencita q’eqchi’, ella me señaló el entorno. Llovía a cántaros y el frío calaba hasta los huesos. «Mire, mire. ¿Esto en marzo?», expresó. Luego me recordó: «Marzo y abril son los meses calurosos aquí en Cobán. Todo esto, sea La Niña, sea El Niño o como se llame, es respuesta de la madre (se refería a la tierra) al comportamiento que hemos tenido con ella». Se quedó pensativa un momento y se quejó: «Aguaceros y aguaceros, y en mi aldea ya no hay agua». De inmediato me vino a la mente la encíclica Laudato si’, del papa Francisco. No pude precisar una cita. Le pregunté si conocía el documento (ella estudia en un colegio católico). Me contestó que conocía una versión en idioma q’eqchi’. Me percaté en ese momento de que estaba perdiendo el rumbo de mis propósitos y le volví a preguntar por sus sueños. «Yo, lo que tengo, ya lo tengo», me dijo con mucha seguridad, «pero me gustaría que tratemos a nuestra madre, a nuestra madre tierra, de una mejor manera». La lluvia no cesó. Se colocó el capuchón de su chumpa, abrió una sombrilla y se perdió entre la lluvia, que duró dos horas más. Caí en la cuenta de que sus sueños personales no me los había compartido. Según dijo, lo suyo estaba logrado. Empero, sí fue muy manifiesta en su ilusión de que todos conviviésemos mejor con la madre tierra.
La joven de 19 años fue muy concreta: «Quiero graduarme y trabajar para que mi papá se regrese de los Estados Unidos. Se fue para darnos una mejor vida. Creo que ya lo hizo. Los tres hijos estamos logrados». Ella fue muy parca y aprovechó el momento para consultarme acerca de unos libros que no sabía dónde encontrar. Este año obtendrá su título de maestra de educación primaria urbana.
Todas las respuestas fueron aleccionadoras. Me di cuenta de que en todas se percibían contextos previos donde cierta ausencia (ética, moral, de solidaridad, etcétera) había generado pobreza, violencia intrafamiliar, un casi terrorismo en contra de la madre tierra y la migración de personas para buscar en otras latitudes la seguridad económica de sus familias. Y esa ausencia había golpeado a las personas con las que dialogué. Como característica común, en todas percibí mucha nostalgia en la mirada.
Concluí entonces que para alcanzar los sueños se necesita no solo luchar por ellos, sino la participación generosa de las personas de nuestro entorno a manera de apoyo, así como una apertura al amor que oriente el derrotero de los sueños hacia un puerto seguro, y no hacia una utopía inalcanzable.
¿Será mucho pedir que nos abramos al bien?
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