Parto de una certeza: debe desaparecer el Ejército que nos quedó tras la caída del segundo gobierno de la Revolución de octubre. Esa fábrica de gente cínica, violenta e indigna ha demostrado una y otra vez que no quiere ser parte de una Guatemala moderna, que no quiere contribuir a una Guatemala mejor. Esa institución ponzoñosa, que atropella a la población y se revuelca en la corrupción, no nos sirve. Sin duda se ha vencido ya el plazo de un Ejército que huye de su responsabilidad.
¿Cómo quitarnos de encima semejante lastre? La clave, paradójicamente, está en los hombres y las mujeres que hoy visten de uniforme. ¿Habrá entre ellos gente digna o, al modo de Lot, no encontraremos ni diez justos que rediman a su institución? Si no los hubiera, que desaparezca por completo y con ella toda memoria de su indignidad, salvo para evitar que se repita jamás su ingrato ejemplo. Sin tal redención no tienen nada que celebrar el 30 de junio.
Pero si existieran militares dignos, no es tanto tarea nuestra encontrarlos como de ellos demostrarlo. Solo así sería creíble la refundación del Ejército, esa tarea postergada desde 1985, pendiente aún desde 1996. Solo así serán los militares hijos e hijas de una mejor patria.
El ejemplo ya lo tienen, y el premio también: ser soldados del pueblo. Pero el título no es gratuito y es más duro de ganar que cualquier diplomado en Estado Mayor o que un mancillado kaibil. Porque siempre es posible atropellar a los débiles o hundir la mano en el tesoro público para satisfacer el interés propio. Destruir es fácil y se logra en un momento. En cambio, construir exige tiempo, persistencia y buena voluntad.
A un soldado del pueblo no le alcanza la mal entendida lealtad, que se fija antes en un pacto con su promoción de la Escuela Politécnica que en la defensa de la patria y su soberano, la gente por la que se desvelaba Árbenz. La indignación de ese soldado del pueblo lo obligaría a denunciar cuando se pierde el rumbo, pero ¿dónde ha quedado el espíritu rebelde de los cadetes del 54? El soldado del pueblo tendría que hacer cuerpo con la democracia, sofocada por generación tras generación de generales sangrientos, homicidas y ladrones. Tendría que hacer coro con los miles de voces de una ciudadanía harta de abusos. Obediente y no deliberante no es igual a cómplice obsequioso, ni el opuesto de este es el golpismo, pues desde la institucionalidad también hay que exigir justicia.
Los Ejércitos tienen un mandato claro: existen para defender a la población, el territorio y la soberanía. Tienen valores explícitos: el honor como piedra de toque del soldado y la valentía como virtud práctica que se activa ante el peligro propio de su tarea. Pero si un Ejército no defiende a quienes lo apoderaron, sino que se constituye en guardián de los pocos, si la mayoría de sus miembros han abdicado del honor y aquellos que aún lo tienen carecen de la valentía para denunciar el mal, ¿de qué Ejército hablamos? Aunque siga habiendo soldados y oficiales, municiones y armamentos, hace rato que la institución habrá perdido la guerra más importante. Borrarla de la Constitución y del presupuesto no sería sino un trámite que liberaría los recursos que tanta falta hacen para contratar maestras y montar centros de salud.
Entonces, a esos soldados del pueblo, si aún existen, les pregunto y los reto: ¿para qué juraron por el azul y blanco? Lo suyo no puede ser la cobardía, sino la gallardía. Lo suyo no puede ser la violencia, cuando necesitamos paz. Lo suyo no puede ser la corrupción, habiendo tanta necesidad. Pregunto: ¿dónde estarán esos diez justos? ¿Podrán recobrar el manto de Árbenz? ¿Darán el paso al frente?
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