Ello sugiere que en el país urge una ley de aguas, así como el fortalecimiento institucional para velar por el más adecuado uso de un bien escaso, el agua.
Pero, contrario a exigir el acceso al agua como un derecho humano, aún existen en el país fundamentalismos de mercado como el de la Red de Amigos de la Naturaleza (RANA), por cuyas redes sociales (Twitter) opina: «Concebir los recursos naturales (agua, suelo y subsuelo) como bienes privados. De esta forma surgen de manera espontánea procesos de intercambio pacífico y voluntario que permiten una mejor utilización y conservación de los mismos». No me sorprende. Los defensores a ultranza del libre mercado conciben que un derecho que garantiza la vida debe ser una mercancía, de manera que se compre la vida. Eso es francamente un disparate, a la vez que evidencia y garantiza un total desconocimiento de la realidad socioeconómica del país, así como del acceso y la utilización al agua.
Posiblemente ese tipo de adefesios puedan tener algo de cierto en Ciudad Cayalá (por ejemplo), donde antes del pago mensual se puede girar el grifo y aparece el vital líquido y donde a su vez, luego de su utilización, llega a una red de drenajes. Ese tipo de opiniones conciben que Guatemala comienza al final de la 6a. calle de la zona 10 capitalina y termina en la zona 14 o en carretera a El Salvador. Pero Guatemala, mi querida Guatemala, no, ¡no es así!
Siempre me esfuerzo por aportar evidencia en mis columnas y no recurro a un fundamentalismo de Estado, precisamente para que sean criterios de justicia (y no de legalidad), efectividad y eficiencia los que priven en la toma de decisiones de política pública. Y es que, en nuestra querida patria, siempre gustamos de proponer políticas públicas sin la más mínima evidencia. Es más: hasta nos topamos con funcionarios públicos que son extorsionadores. «Si no me aprueban mis exenciones de impuestos, habrá desempleo», es uno de sus argumentos.
Según la Encuesta de Condiciones de Vida de 2014, resulta que el 27.3 % de los hogares que viven en extrema pobreza y están ubicados en el área urbana no tienen conectada su vivienda a una red de distribución de agua. Esa proporción se eleva hasta el 43.0 % en el caso del área rural. Pregunto: ¿cómo el libre mercado, a través de la espontaneidad, garantizará un intercambio pacífico y voluntario para que estos guatemaltecos tengan acceso al agua potable? Además, agregaría que estos hogares no desvían los ríos hacia sus intereses, mientras que las fincas productoras de palma africana sí lo hacen.
¿Son pocos hogares? Esas proporciones representan al menos a 3.7 millones de guatemaltecos, de los cuales al menos 1.4 millones viven en pobreza extrema. Si no tienen ingresos suficientes para comprar alimentos, ¿se sugiere que paguen por tomar agua? Ridículo, ¿no? Habrá que recordar que al menos un 33 % de la desnutrición crónica en menores de cinco años está asociado precisamente a la falta de agua potable en la vivienda.
Quienes no tienen acceso al agua potable en el grifo de su casa o en un chorro público deben obtenerla de ríos, lagos, manantiales e incluso de la lluvia, pero, sorpréndase, en pleno siglo XXI, en Guatemala, al año 2014, al menos 1.398 millones de personas acceden al agua de esta manera.
Ya es hora de que en el país propongamos políticas públicas sobre la base de la evidencia, no con argumentos rebuscados de ideologías que garantizan la existencia de instituciones extractivas y no inclusivas. (Y esto último no lo digo yo. Lo han escrito Rodrik, Acemoglu, Robinson y Hausmann, entre otros).
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