La guerra también tiene historia en las calles de esta capital, aunque exista un discurso oficial que intente alejarnos de la realidad que se vivió en estos barrios y en estas avenidas. Un discurso oficial que quiere hacernos pensar que hablar de memoria histórica, de desaparecidos y de justicia es solo cosa de vividores del conflicto, de aquellos que creen que hubo genocidio y no entienden que el Estado de Guatemala estaba en plena lucha contrainsurgente, la cual legitimaba cualquier violencia.
Memoria, como lo escuché hace unos días, «es hacer vivo lo que quieren desaparecer». Y en esa resistencia al poder hay un profundo sentido de dignidad. La lógica del poder del Estado guatemalteco pasa por desaparecer, en tiempo de guerra y en tiempo de paz, una y otra vez los nombres de todos aquellos que ya no pudimos conocer. Pareciera que la memoria no es compatible con la democracia, que exige olvidar para seguir adelante. Esta democracia también quiere hacer desaparecer a aquellos que no sabemos dónde estamos mientras encuentra nuevas formas de desaparición entre los miles de migrantes de los que no sabemos más o entre los niños y jóvenes que ya no vuelven más.
Silencio como mecanismo de supervivencia. En una sociedad a la que se la acostumbró a callar y de vez en cuando a hablar quedito, retornar a su pasado se hace imperativo. No solo por conocer la historia de la que somos parte, sino también para asumir que la lucha por un país diferente no es de ahora y que no ha sido siempre libre de peligro y amenaza. Una historia de lucha es un elemento profundamente político de una identidad que nos ha sido vetada a costa del miedo y de la muerte, así como de la tortura y de la esperanza en la espera. El silencio puede ser tan doloroso como la voz que recuerda, pero el silencio amenaza con convertirse en un aliado perfecto de la verdad impuesta por el Estado contrainsurgente: eran guerrilleros, no se sabía en que estaban metidos. El silencio no exige explicaciones ni justicia.
Y la lucha mantenida en el tiempo, que nace de ese gesto valioso de no olvidar aunque duela y haga que el recuerdo se vuelva sufrimiento constante, es tal vez la forma de vivir de nuestra memoria. Es la manera como conocemos a Aída, a Martina Rojas, a Marco Antonio. Es cómo los hacemos vivir hoy entre nosotros. La lucha de los familiares y de las víctimas es en la Guatemala en la que vivo, un ejemplo de dignidad que inspira a enfrentarse a una política y a un poder que siguen siendo injustos.
Los cometas aparecen como puntos fijos en el cielo. Al acercarse al Sol dejan colas. Como las colas que se hacen las mujeres de pelo largo o como las trenzas de las mujeres indígenas, quienes las adornan con trozos de telas de colores. Esas trenzas son parte de la identidad de los pueblos mayas, e históricamente cortarle el pelo a una mujer —por pecadora, como castigo gitano, para avergonzarla— es apartarla de la su comunidad y, por lo tanto, de su historia. Tal vez por el hecho de que el pelo también representa nuestros pensamientos y nuestra memoria es que se debe cortar como forma de humillación.
El cometa puede llamarse memoria cuando Andamio Teatro Raro lo lleva a las tablas y nos recuerda que el silencio no nos permite saber de dónde venimos y que no hay lucha sin voz. O, más bien, sin las voces de todos aquellos que siguen estando junto a nosotros.
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