Chimaltenango. El Puente
Chimaltenango. El Puente
En ZOOM, los autores tienen una vinculación afectiva con el lugar del que hablan (o al menos eso intentaremos), y toman como punto de partida e hilo conductor un lugar concreto, un microcosmos, para hablar más ampliamente de esa región.
1.
Por el puente se pasa, por Chimaltenango se pasa, porque no hay de otra. Como los turistas extranjeros y “canchitos” que hacen transbordo ahí en su ruta a Atitlán o a la Antigua Guatemala. Para los turistas capitalinos, Tecpán apuntando en el horizonte de un fin de semana. Y es pasar ese lugar y el tránsito de nuevo es expedito. Se siente uno liberado de la ciudad y hasta se puede pensar que lo hemos dejado todo. Pero hay algo que es casi imposible: los prejuicios y los sueños más inútiles.
Después de Chimaltenango creemos que lo que se abre es el campo. Ese tipo de vida que solo es atractiva para el burgués. Algo así dice la frase de un autor que no recuerdo. Parafraseando esa idea, la vida después de Chimaltenango solo es atractiva para los capitalinos hartos de tanto ruido, tráfico y con sueños húmedos de tener una “casita de campo”.
Más allá de ese puente, están los restaurantes con forma de choza o de cabaña ensoñadora a los que una considerable cantidad de capitalinos peregrina cuando tiene tiempo libre: un feriado o durante el fin de semana. Porque es obvio que Chimaltenango, cabecera, no ofrece eso. Realmente ofrece poco. Casi nada para “turistear”.
Mapas de Chimaltenango, al sur y al norte del Puente. Elaborados por Engler García.
***
El lugar está a reventar. Un ir y venir de meseros con pasos rápidos, casi trotando dentro de las paredes, piso, mesas y bancos de madera. Todo es de madera. Luego uno se pregunta por qué todo deja de ser verde de forma tan rápida. Este es un lugar al que venimos los capitalinos de clase media a comprarnos un poco de “ruralidad” y “autenticidad”. Lo que en realidad hacemos es comprarnos unas cuantas jaleas, quesos y empanadas después de almorzar carne asada con chorizos y tortillas negras. En este lugar también preparan crepas. Toda una innovación en este tipo de negocios.
Detrás de la máquina que cocina las crepas sobresale un chico de piel clara y ojos redondos. En nada se parece a los chicos que trotan quién sabe cuántos kilómetros diarios en este salón de apenas unos cincuenta metros. A partir del hipotético valor de la ropa con insignias marinas, comparado con las camisas rojas del resto de trabajadores, se podría llegar a conclusiones obvias. El chico hace las crepas mientras platica con los que parecen ser sus amigos y también clientes. El chico se ve cansado y también suda. Los domingos en eso se parecen pero al final de mes volverán las enormes y sustanciales diferencias.
2.
Un puente siempre implica un cruce. De un río, de un abismo. Un puente siempre pretende unir dos lados. O nada, como el de Chimaltenango. Alrededor del mundo hay puentes que son obras de exquisita arquitectura y elaborada ingeniería. Pero no el de Chimaltenango. Ni siquiera alguno de Guatemala. Supongo. Acá son feos, grises y el riesgo de que se desplomen siempre está latente. En todo caso, en cualquier lado, un puente siempre significa diferentes cosas, como en los sueños. Que si los cruzas, que si se desploman, que si son largos, que si son angostos…
El de Chimaltenango es un simple paso a desnivel. Quizá por eso no cruza nada.
La última vez que transité por ese puente iba en carro y regresaba a la capital. En lugar de ponerme a maldecir, me puse a ver los techos de las casas debajo del puente. El paso era tan lento que si me lo hubiera propuesto, habría podido contar los envases de una caja de aguas gaseosas e imaginarle la vida de sus habitantes por la chatarra abandonada y oxidada en esos tejados. O puesta para evitar que los techos colapsen. Cuando se trata de ver tejados y terrazas, es imposible no ver los mismos hierros de construcciones y ampliaciones verticales suspendidas en espera de mejores tiempos. El ascenso que se oxida mientras nos hacemos viejos. O mientras se alivia el estúpido tráfico.
Uno de esos días en los que quise con todas mis ganas ser adolescente. No tener que tragarme la media hora faltante para llegar tan solo a El Tejar. Cruzar en una de tantas calles y llegar a la casa en la que entonces vivía. Echarme al sofá o salir en mi bicicleta, detenerme en la carretera y ver los carros pasar. Sería mejor que ver tejados y chatarra abandonada. La verdad es que no, pero en algo se termina buscando alivio.
El puente también es un buen lugar para ver en perspectiva los burdeles si se va en dirección al occidente. Y de esas mujeres que esperan detrás de sucias cortinas mientras empolvan no solo sus cuerpos pero que no por eso dejan de sonreír. Quizás también lloren, pero eso no lo vemos. No los que solo vamos de paso.
El puente es un buen lugar para detenerse y fotografiar una caída del sol. Aunque esto último es improbable. Nadie va a Chimaltenango buscando esas cosas. En el pueblo siempre está el que intenta pasar por gracioso y comenta que lo más atractivo de ese lugar son los burdeles desencantados y melancólicos. Tristes y tristísimos burdeles.
***
Después del colegio iba a dejar a una amiga a la parada del bus. Ahí, en la esquina asomaba un burdel. El primero o el último, dependía de si iba a casa o si venía de ella. Detrás de las cortinas recuerdo con absoluta claridad a una niña. Escasos años, por eso niña. Brillo casi ya apagado en los ojos y por eso aún niña. Debajo de la cortina con la que intentaba cubrirse, asomaban sus delgadas y pequeñas piernas. Sí, aún niña. Pasaron muchos años y yo seguía viendo una niña. Diferente tono de color de piel, diferente altura, diferente largo de pelo y diferente mirada. Pero siempre niña.
Las aberraciones más descaradas suceden ante nuestros ojos. Y ahí se quedan por años hasta volverse parte del paisaje. No sé si llamarlo suerte, porque seguramente la niña sigue estando en otro lugar, pero en esa esquina ahora hay una panadería. En la puerta del siguiente burdel aún cuelga una cinta amarilla. La prueba de que alguna autoridad actuó e investigó por este sector. Ese burdel, el de la cinta amarilla, estuvo clausurado algún tiempo, pero eso es algo que siempre se puede superar.
3.
Chimaltenango tiene aspecto de frontera. Es un lugar de paso. Lo único que le falta son cambistas. Desde la entrada por El Tejar empiezan a aparecer las evidencias de ser un lugar que poco a poco cambia su rostro definitivo y que además está en constante movimiento diario. Junto a un horno humeante de una fábrica casera de ladrillos, el brillo metálico de los carros rodados. Luego alguna venta de repuestos, algún car-wash, las cadenas locales de ferreterías con sus enormes fachadas pintadas cada una más llamativa que la anterior. Poco a poco la carretera también empieza a llenarse de tiendas que “antes solo había en la capital” Y por ahí algún aserradero produciendo polvo de aserrín. Mientras existan árboles, no claudicaremos, parecen decir. O mientras exista barro.
Podría apostar a que ese lugar tiene la tasa más alta de bancos por calle en el país. Esa es la prueba más evidente de que es un lugar al que la gente llega a comerciar. Y luego se van. Los chimaltecos dicen que su mercado no tiene nada que envidiarle a la Terminal de la zona cuatro que hay en la capital. Que ahí se encuentra de todo. Ni tampoco el olor al basurero de la zona tres, agrego yo. También abundan las ventas de saldos de maquila. Son esos los negocios que dictan la moda de la gente más popular, no solo de la cabecera sino de varios poblados alrededor. Desde su particular punto de vista, el tipo de abercrombie no estaría tan satisfecho después de todo.
[frasepzp1]
Visto así, Chimaltenango parece un lugar caótico. Y es verdad, pero solo a medias. Su condición de lugar de paso solo es cierta a la orilla de la carretera y cerca de las áreas comerciales. El resto son calles apacibles como tranquilos ríos navegables. Fácilmente podrían ser cualquier barrio de esos “antiguos” de la ciudad capital. De los que guardan el encanto del paso de los años, más nunca de su arquitectura, pero en cambio, serenos, muy sosegados. De todos modos, no caminés solo de noche, te diría algún precavido. Para qué tentar la maldad, sentenciaría.
Chimaltenango no tiene una línea de buses que salga del lugar con destino a la capital. Puede parecer anecdótico pero podría retratar a cabalidad el espíritu de paso del lugar. Así que para ir, los chimaltecos deben salir a la carretera.
Ahí van los buses llenos a la madrugada en constante peregrinación a la ciudad. Los que tienen oficios operarios son los que madrugan. Luego toca el turno a toda clase de oficinistas y universitarios. Ambos grupos con diferentes estados de ánimo. Un poco más tarde, los de los carros y luego, en una secuencia tan predecible como monótona, los de las motos. Y así, cuando ya se fueron los que se tienen que ir, llegan los que tienen que llegar. Todos con sus propias peculiaridades pero en una sincronía casi automática solo interrumpida el fin de semana. O los días de feriado cuando los transeúntes mayoritarios en la carretera son otros.
4.
Antes del puente y debajo de ese puente hubo una pasarela. Antes de la pasarela, nada. Tan solo los mismos dos carriles y la búsqueda de la solución de cómo atravesar la carretera. Al área justo abajo del puente se la conoce como “El Entronque”. Es una especie de kilómetro cero para medir las distancias totales de lo que abarca el lugar. Serán como dieciséis kilómetros cuadrados. Dividido en un cuadrante desde ese punto, cada sección tiene, casi a partes iguales, algo así como cuatro kilómetros.
Del lado norte de la carretera está el parque, la municipalidad, la terminal de buses y casi toda el área comercial. Eso básicamente significa caos agravado con la construcción de un centro comercial. Cines, supermercados y toda esa parafernalia. El día que inauguraron ese centro comercial, Chimaltenango dio un salto en el tiempo y en sus niveles de caos y contaminación. Pero al menos ya hay donde entretenerse.
Del otro, al sur, el cementerio, el estadio y los hospitales, el nacional y uno del seguro social. La siempre referente Escuela Pedro Molina que compartía espacio con la base militar instalada ahí en tiempos de la guerra. Cuando se firmó la paz y todo eso, la base militar fue desmantelada y eso hizo que a las colonias alrededor de la base se les terminara la paz. Con eso de que también empezaron a proliferar bocinas de iglesias. Algo así dicen los que viven por ahí.
También al sur está el único centro turístico. Es una laguna artificial tan abandonada como verdosa y cuya recuperación siempre está presente en las promesas electorales. Se parece en algo al lago de Amatitlán. El lugar se llama “Los Aposentos” y es un lugar al que pocos chimaltecos van. Es como que en la capital todos los fines de semana fuéramos a la sexta avenida de la zona uno. Y no, los chimaltecos vienen el fin de semana a los centros comerciales capitalinos o a la sexta avenida de la zona uno. Una especie de intercambio.
El reto en El Entronque siempre fue solucionar el paso de un lado a otro de la localidad. Unir el norte con el sur. El primero intento para resolver el problema fue la instalación de unos semáforos. Algo loable. Pero como casi todo lo loable, también risible. Es que uno dice “loable” cuando no hay mucho más que decir, o cuando realmente se quiere decir otra cosa. Loable es una palabra muy guatemalteca que demuestra nuestra incapacidad de hablar con las palabras claras aunque sean duras.
Esos semáforos nunca lograron la sincronía anhelada. Terminó siendo un atentando contra lo que hasta entonces era una especie de desorden que se arreglaba solo. Y “si se arregla solito, para qué meterle mano”. Pero metieron los semáforos. Por lo menos también construyeron una pasarela.
Debajo de esa pasarela, recuerdo ver pasar una larga e interminable fila de carros y camionetas. Era un Domingo de Resurrección y yo estaba parado en esa pasarela. Veía hacia el occidente, de donde venían los carros. Un río metálico cual lugar más común. La idea de irme a parar a la pasarela era simplemente ver pasar carros. No había de otra.
Algún tiempo viví en Chimaltenango. Lo que entonces era mi hogar estaba ahí. Algunos de mis familiares son de ahí. Quiero creer, aún ahora, que eso me bastaba. Aunque debo decir que fueron los años más aburridos de mi vida. En todo caso, más de alguien podría refutarme, y con cierta razón, que eso se deba más a mi casi permanente estado de apatía. Vivía en uno de los tantos caminos que llegaban a los pies de donde ahora está ese puente. Y es que sí, el puente tiene muchos caminos que transitan debajo de su estructura gris. Caminos que llegan, que pasan y que salen del puente. Estos fueron los míos. Algunos de los que alcancé a caminar.
***
La última vez que caminé hacia El Entronque vi a un viejo en silla de ruedas. Era una tarde de domingo e iba con mi pareja a tomar el bus para regresar a la capital. La Alameda tiene la gracia de tener una especie de sendero que está separada de la vía principal por una fronda de árboles enfermos, otrora vanidosos. Pero ese sendero es de tierra, es decir, es irregular y no es el mejor camino para ir en silla de ruedas. Por eso el viejo iba en la carretera. Un asunto de suicidas en todo caso.
El viejo era tan anciano que parecía fantasma. Apenas tenía fuerzas en los brazos para empujarse a sí mismo. Lo hacía con sus piernas tan delgadas como imperceptibles debajo de su pantalón de casimir azul desgastado. Su mirada quedaba justo enfrente de los carros que iban en la misma dirección. Nos contaría luego que hacía ese camino todos los días porque iba a ver un su terrenito que tenía en el sector cercano al hospital nacional. Así que seguro se sabía el camino de memoria que daría lo mismo que lo hiciera con los ojos vendados. O caminando hacia atrás.
Decidimos acompañarlo y empujar la silla de ruedas hasta su casa. Cuando llegamos al lugar donde nos indicó que vivía, lo primero que pensé fue que se había escapado. Otra vez. Y que lo hacía con frecuencia. Vivía en una habitación a la que quise entrar, pero un perro regordete y de potentes ladridos me disuadió.
El viejo nos contó que vivió en la capital hacía muchísimos años y que se vino a Chimaltenango a cultivar maíz a su terrenito. Era un lugar perfecto para una vida tranquila. Aún vivían su esposa y sus hijos. Lo hizo cuando estuvo a punto de morir en las reyertas que luego acabarían con el gobierno de Árbenz. Que él había sido de los que pelearon por todo aquello que luego se derrumbaría.
Casi siempre uno espera alguna especie de discurso político o ideológico cuando escucha esas cosas. El viejo en cambio parecía contarnos aquello con cierto dejo de aventura juvenil a la que la vida misma se encargó de encauzar. Debe de ser que cuando todo acaba en recuerdo, es mejor contarlo así. Una especie de método cuasi-infalible para evitar la nostalgia y la amargura. Nos contó que su esposa ya había fallecido. De sus hijos nunca habló.
Durante los años que viví y caminé por La Alameda, nunca había visto a ese viejo. Menos ahora, que cuando llego, lo hago en carro. Cuando paso de nuevo por la entrada al hospital, es inevitable pensar en él. Esa estampa de verlo caminar de espaldas al camino sucedió hace ya unos cuantos años. Imagino su casa cubierta de maleza. Y supongo que él ya se habrá convertido en lo que vislumbré cuando lo vi aquella vez: será ahora definitivamente un fantasma. Como su Revolución.
5.
Calma y eterna blancura o de como un cementerio puede ser revelador
Al cruzar esta puerta se cancelan los odios y se olvidan los rencores.
La entrada del cementerio está al final de una de las avenidas más anchas del poblado y a unos doscientos metros de la carretera interamericana. He escuchado a algunas personas del lugar, casi siempre personas ya mayores, decir algo como esto a manera de advertencia: ahí están los bares donde empieza la aventura y te contaminas; luego las funerarias, para el velatorio; si tienes suerte puedes llegar vivo a la iglesia para redimirte. Y si no, pues para el servicio religioso de cuerpo presente -hay una evangélica y otra católica- y después, el cementerio, donde termina el viaje. Así que cuidado.
El cementerio está rodeado por un muro que desde siempre recuerdo pintado de blanco. En la entrada hay una venta de frutas bajo una sombrilla negra y cuadrada que está fabricada con cinco piezas de madera: cuatro en posición horizontal formando un cuadrado y uno más a manera de poste. Sobre una mesa, pequeñas bolsas con fruta esperando algún alma ansiosa de probar fruta entibiada por el sol. Siempre hay una mujer indígena. Una niña que luego es señora y otra vez niña.
El cementerio es el mejor reflejo del pueblo. Es aburrido. Ni siquiera hay alguna tumba con arquitectura memorable. Se salvan algunas lápidas con paisajes pintados a mano, un asunto que parece extenderse por todos los cementerios del país. De las cosas “históricas” solo puedo mencionar la placa en la plazoleta de la entrada.
Ahí hay una fuente de donde se extrae el agua para las flores y donde está expresamente prohibido lavar herramientas. Esa fuente tiene una lápida que está a pocos años de ser centenaria. Dedicada a algún señor que no sé si alguien del pueblo pueda recordar. Dice la placa que es en agradecimiento al trabajo del tipo, que ayudó a frenar una epidemia que “afligiera” a la región durante 1,921. Me atrevo a pensar que la estructura que sostiene el desgastado nylon negro también ya llegará a una cantidad de años similar.
La cal blanca de las paredes exteriores obedece a una normativa municipal. Un color que solo se ensucia en la parte baja cuando es época de lluvia. Algo que solo pasa en los lugares que se rodean de mucho polvo. En Chimaltenango eso es algo que abunda.
El artículo veintidós del reglamento interno del cementerio determina los colores de las tumbas: también deben ser blancas. Hace una pequeña concesión a los menos aburridos, les permite usar blanco hueso. Supongo que a falta de áreas verdes, como en los cementerios bonitos privados de la capital, la idea es que sea un lugar lleno de calma y tranquilo para descansar mientras se quita la maleza, se ponen flores y se reza un padrenuestro.
Ya lo dice la psicología que aplican los decoradores en las casas que salen en las revistas: el blanco es un color que trasmite calma. Sí, mucha calma, pero también aburrimiento.
La administración actual parece decidida a que la calma rota por los alegres y llamativos colores no quede impune. Como en tantos otros cementerios de pueblos alrededor del país, y que esa impunidad no aflija a éste como si fuera una plaga mortal e incurable. Así que hay rótulos en los postes internos anunciando la prohibición. Hojas pegadas con engrudo que deja su huella en las inevitables arrugas que toma el papel.
Siempre hay alguien dispuesto a la osadía de utilizar, digamos que un verde en su tono más suave y relajante. Pero hay que saber que acá las normativas municipales no se discuten. Al menos no el artículo veintidós del reglamento interno del cementerio general.
[frasepzp2]
La última vez que fui conté cuatro sepulcros con una pinta de cal blanca realizada con brocha gorda: “color no autorizado”. Una especie de letra escarlata señalando y apenando al atrevido. El administrador debe sentirse muy orgulloso de su trabajo.
La casa en la que vivía y a la que después de irme, volvía casi cada fin de semana, queda después del cementerio. Chimaltenango siempre me pareció ideal para vivir. Es un lugar tranquilo, lejos del bullicio, pero cerca del bullicio. Después de los años que viví acá y me fui a la capital, un paso obligado para casi todos los chimaltecos, regresaba en busca de esa calma. Cuando decidía cambiar un encierro por otro, como diría una escritora a la que empecé a leer cuando vivía por aquí.
El muro siempre fue blanco y dada las normativas municipales al respecto, seguirá siendo blanco. Nos haremos polvo y seguirá siendo blanco. También podría seguir siendo el símbolo de que acá es un buen lugar para descansar en paz, a no ser por el único cambio visible que ha sufrido ese muro en muchísimos años. Desde hace algunos meses, un alambre de púas y electrificado corona ese muro. Entonces todo cambia. Quizás ya no sea un lugar ideal para descansar en santa paz. Pero hay que saber que a todo termina uno por acostumbrarse.
***
Estos días de lluvia
Casi todos los fines de semana tomaba un bus con rumbo al occidente del país. A poco más de cincuenta kilómetros estaba aquello que solía llamar hogar. Una especie de ritual que aún en estos días realizo, pero cada vez viajo menos.
Esa tarde de sábado llovía. Pero cuando vas a tu hogar poco importa llegar mojado, seguramente eso fue lo que pensé al bajarme del bus y empezar el resto del camino que debía realizar a pie. Algo así como unos dos kilómetros de camino de tierra, de árboles centenarios a punto de caer. Había muchos terrenos baldíos donde crecían maleza, arbustos y se arremolinaba la basura.
Ahí en medio de uno de esos terrenos, al fondo, vi a una pareja. Forcejeaban. Lo primero que pensé fue que seguramente estaban discutiendo. Una discusión en medio de la lluvia solo puede terminar en una escena de baile, pensaba. Yo iba despacio, no tenía sentido caminar a prisa, ya iba muy empapado. Así que observé a los chicos por un largo rato.
Finalmente el tipo tumbó a la chica y se le puso encima. Entonces entendí, aquella no era una escena que terminaría de forma romántica, así que corrí hacia ellos. Por la forma en la que estaba el tipo, no podía ver su rostro. Cuando vio que alguien se acercaba, se puso inmediatamente de pie, levantó su bicicleta, que por lo alto de la maleza tampoco había visto. Y se alejó pedaleando muy rápido por el camino de tierra. Eso hizo que en su chumpa, en la espalda, quedara una línea de lodo.
La chica se levantó y me abrazó muy fuerte, empezó a llorar. Le pregunté si estaba bien, me dijo que sí, le pregunté adónde iba, me dijo que a su casa. Le dije que la acompañaría, me dijo que gracias.
La casa quedaba unas cuadras más allá de la mía aunque en realidad por ahí no hay exactamente cuadras. Lo cierto era que tendría que caminar un poco más de lo que esperaba. Me sujetó fuerte del brazo y caminamos. Seguía lloviendo con violencia. Hablamos muy poco en todo el camino. Yo no sé qué carajos decir, nunca sé, así que a cada poco hacía la misma pregunta: ¿ya vamos a llegar? Era lo único que se me ocurría.
Seguramente ella lloraba. A ambos la lluvia nos corría por el rostro. Finalmente llegamos. Una casa bajísima como ella, una casa de adobe como el color de su piel. Abrió el cerco de rastrojo, me dio un abrazo y entró. Di la vuelta y regresé a mi casa, a mi hogar, necesitaba llegar. Siempre necesito eso.
6.
El entusiasmo basta, hasta que ya no basta
Viví en Chimaltenango durante casi cinco años cuando estaba entre los quince y los veinte. Mi cédula es de ese lugar aunque siempre quise que fuera de Xela. Una cosa de “porque la niñez no se olvida”. Cuento eso porque cuando era niño escuchaba que los partidos de futbol del domingo se jugaban en estadios que imaginaba grandes, con graderíos inmensos y siempre llenos. Había uno que me gustaba por la forma tan hermosa de sonar: “Los Conacastes”. De adolescente iba al Mario Camposeco. En la época en que el Xelajú blandía con extrema destreza la espada de la mediocridad.
En ese tránsito llegué a Chimaltenango. Para ir a casa también tenía que pasar por el estadio. Ahí supe que cualquier campo terroso, cercado y con alguna sección de graderío puede ser llamado “estadio”. Para mí eso era tan solo un campo. También es cierto que en muchos lugares, estos espacios tienen nombres más bonitos. Como ese de Los Conacastes. O de héroes que nadie recuerda. Nombres como Oscar Monterroso o Roy Fearon. Quizás sea porque en Chimaltenango no hay héroes. O si los hay, ya nadie los recuerda. Así que el campo tiene un nombre seco e insípido: Estadio Municipal.
Hay una valla en una de las entradas. Cada cuatro años empleados municipales la limpian con solventes para borrar un nombre y poner otro debajo de eso de “Estadio Municipal de Chimaltenango”. La única línea que no borran. Escriben sobre las onduladas huellas, cual cúmulos nubosos de color oscuro que deja un pedazo de guaipe. El “background” para el ego del alcalde de turno.
En esa época Chimaltenango tenía un equipo de fútbol entusiasta conformado en su mayoría por jugadores del lugar. El equipo era la selección. No es que fueran grandes futbolistas pero sí muy voluntariosos. Ya se sabe que eso es quizá el mejor maquillaje para cuando las posibilidades son mínimas. En el futbol, como en cualquier otra actividad, el entusiasmo es como una señal para reconocernos como guatemaltecos.
Alrededor de este equipo se reconocían los chimaltecos. Ese equipo anclaba sus posibilidades en el entusiasmo más que en la técnica o la táctica. Pero el entusiasmo no dura para siempre, y menos alcanza, cuando las expectativas son grandes. La gente chimalteca siempre soñó con que su equipo jugara en la liga mayor. Para eso tenían que ascender varias categorías. Algo que lograrían con el paso de los años.
A pesar de los anhelos y la entereza de que algún día Chimaltenango jugaría en la máxima categoría, nunca hubo una planificación real para ese día, ese partido y esa temporada. Los estatutos de la liga mayor dictan que para que en un estadio se pueda realizar un partido de futbol mayor, el campo debe estar completamente engramillado. A eso se reducen sus listones de calidad.
Cuando el equipo ascendió a la liga mayor, el estadio tuvo que ser remozado. Los trabajos iniciaron y terminaron con el campeonato. El resultado fue un campo engramillado, unas gradas que aumentaron su capacidad y unos aficionados que tenían que viajar a localidades cercanas como Antigua o Villa Nueva para ver jugar al otrora equipo entusiasta.
Chimaltenango tuvo equipo en la mayor, pero ese estadio nunca albergó un partido de fútbol de esa categoría. Lograron el ascenso el mismo año que lo hizo Cobán. Para el campeonato siguiente, Chimaltenango de nuevo jugaba en la categoría inferior mientras que Cobán sería campeón nacional algunos años después. A algunos el entusiasmo les alcanza para un poco más. Por estos días, los cisnes blancos, así le dicen al equipo, ha vuelto a aparecer. Juegan en la misma categoría y con los mismos objetivos de cuando los conocí. El campo ya tiene pequeñas partes donde la gramilla empieza a desaparecer.
7.
Primeros descubrimientos
A la Escuela Pedro Molina se llega por una avenida que se llama “La Alameda”. El único lugar en Chimaltenango cuyo nombre remite a lo obvio: realmente es una alameda. Los árboles que hace muchos años eran fuertes y lucían sus barbas blancas, esa que se usan en los nacimientos, y que los hacía ver galantes y orgullosos, ahora son viejos. Recuerdo la imagen de esos árboles en posición casi vertical. Es cierto eso de que ningún árbol que crece torcido se endereza. Pero uno que crece recto, sí se tuerce. El viento no endereza pero sí tuerce. O al menos los logra inclinar.
Yo viví en la “Pedro Molina” en una de las casas asignada a los maestros. La escuela es un internado para estudiantes de magisterio. La escuela estaba a la par de la base militar. Un lugar estratégico ubicado a pocos metros de la ruta a San Andrés Itzapa, el lugar donde está la aldea El Aguacate que junto a Maximón, debe ser de las cosas más famosas de aquel lugar.
El área de dormitorios de la Escuela Pedro Molina es lo más parecido a una colonia privada perfectamente urbanizada. En medio de árboles, con calles adoquinadas y anchas, con áreas verdes por todos lados, con un campo de fútbol engramillado casi completo y con una cancha de baloncesto, parece el sueño de cualquier clase-mediero y que algún urbanizador podría vender a precios especulativos y aun así, recuperar su inversión en tiempo récord.
La escuela albergaba a estudiantes de casi todos los departamentos del país. Ellos eran mis vecinos aunque solo conocí a un par de chicas y nada más. Siempre fue así. Al resto, nunca me interesó conocerlos. Era un típico adolescente. Por ellas, y por la escuela, aprendí dos cosas en esa época que desde entonces me acompañan. Una fue la historia de un estudiante desmayado y la otra un concurso de literatura bastante revelador.
La escuela estaba dividida en dos. O más bien, en tres. Una era el área de dormitorios, donde vivía, y del otro lado de la carretera, el área de aulas. La última era la ocupada por la base militar. En todas las secciones había canchas y mucha zona verde. El área de aulas y la base militar estaban separadas por una simple malla. Los soldados siempre observaban a los estudiantes y los estudiantes, de vez en cuando, miraban a los soldados. En ese intercambio cotidiano un estudiante se desmayó.
Del otro lado de la malla, un batallón de soldados hacía ejercicios de maniobras militares con todo su equipo a cuestas: armas, mochilas, cascos, camuflaje. La imagen, y la apreciación de casi todos, algo que me contaron mis únicas amigas estudiantes, era que el estudiante desmayado era un exagerado. Dicen que, entre llanto según mis amigas, contaba por qué le había afectado tanto esa escena.
A mí la imagen me quedó rebotando y quizá haya sido la primera vez que supe “eso” que había pasado en Guatemala durante el pasado ahora ya no tan inmediato como en aquellos años. El estudiante desmayado era del occidente, una de mis amigas era chimalteca y la otra, del oriente del país.
[Es en los juzgados ubicados en Chimaltenango donde se dictó la primera sentencia contra un militar, paramilitar en este caso, por los delitos cometidos durante la guerra. Y es ahí mismo donde, con total seguridad se dictará sentencia condenatoria contra un guerrillero, también el primero, por delitos similares. Cusanero y el Comandante David coincidiendo en el mismo territorio algunos años después sin que pudieran imaginárselo. Aunque los chimaltecos de la cabecera tuvieron poca incidencia en esos juicios, son detalles dignos de enmarcar y señalar. Y hasta del que podrían sentirse orgullosos]
En esa escuela también se organizaba un concurso literario. Todo un acontecimiento a nivel nacional. Aunque sabía de la actividad, en esa escuela cualquier evento era una ceremonia pomposa y grandilocuente difícil de ignorar, me di cuenta de la calidad de los trabajos hasta varios años después. Parte del patrocinio que una editorial daba, incluía la publicación de los textos ganadores. Los libros de los primeros certámenes los encontraría un par de años más tarde en la biblioteca de mi casa de entonces. Son de esos pequeños libros que traje para resistir mi encierro capitalino.
Ese fue el primer contacto que tuve con literatura nacional escrita por personas con quienes más o menos compartía la edad. Algunos textos eran maravillosos porque se alejaban de lo folclórico y tradicional de la mayoría de textos premiados. Ahora sé, con absoluta certeza, que esa fue una especie de pequeño estartazo en mi posterior búsqueda literaria como lector. Ahí nació mi interés por leer lo que tienen que decir los escritores y artistas de mi generación. Algunos de esos estudiantes ganadores ya tienen algún nombre dentro de la escena literaria del país. O por lo menos de la ciudad de Guatemala. Y eso ya es mucho aunque realmente no me importa cuantificarlo.
8.
Una plaza cívica a cambio de agua
Desde hace años el reloj del castillo ya no da la hora y el tiempo transcurre lento. Hay polvo. Siempre hay polvo en Chimaltenango. El parque lleva el nombre de un “prócer independentista” reconocido en la historia centroamericana por pedir la abolición de la esclavitud: el salvadoreño Simeón Cañas, que quién sabe cómo, en aquella época fue diputado por esta región.
Atendiendo a los pocos datos y adjetivos con que se le recuerda, quizás el prócer, académico, acaudalado y dadivoso, les daría comida y pan a los pequeños lustradores y vendedores ambulantes. Por ahora se entretienen observando a los albañiles que construyen la futura Plaza Cívica. Y también a los que se sientan alrededor de la cruz de la plaza de la iglesia, mientras ven salir a una quinceañera, una pareja recién casada o un funeral.
En el parque hay una fuente colonial. Después de Los Aposentos, ese es el tesoro chimalteco más preciado. Dicen que la fuente se comunica con los dos océanos. Algo que se cuenta como mito y por lo tanto, sin mucha explicación.
Además del busto de Simeón Cañas y varias placas conmemorativas, hay una mujer indígena con un fusil. El fusil está partido en dos y la mujer lo tiene alzado sobre su cabeza. También hay una placa. Dice lo siguiente: “En memoria de los miles y miles de mártires que lucharon por la paz con justicia social del pueblo maya kakchikel y no maya que fueron: secuestrados, desaparecidos, torturados, masacrados y asesinados por las fuerzas represivas en los últimos 36 años.” También tiene una cita del Popol Vuh, una de la Biblia y nombres de personas de los dieciséis municipios del departamento. La mujer observa en dirección a la fuente colonial.
Resulta trágico, y una imagen desgastada, que la Policía Nacional, con todas sus carencias, tenga su sede en un castillo decadente. Fue inaugurado en mil novecientos cuarenta y dos. La construcción debió de ser un acontecimiento digno de admirar. Y de discutir. Que si las necesidades son otras, que para qué tanto, que no es necesario, que qué bueno que los presos trabajen… Pero era el ciudadano Jorge Ubico quien gobernaba.
Pronto habrá una “Plaza Cívica” entre el parque central y la municipalidad. En ese espacio había una calle, un parqueo improvisado y una cancha de baloncesto que se usaba para jugar fútbol. Una especie de polideportivo al aire libre.
Cuando atardece los chimaltecos se encuentran en los alrededores del parque. Piden atol, tostadas y se ven. Se saludan, platican un rato y regresan a casa a dormir para el día siguiente madrugar a la capital. Y juegan futbol. Pero ahora tendrán que hacerlo lejos del atol y del parque. Por culpa del civismo, ya no habrá cancha en el parque ni paso vehicular. La plaza se construye mientras se alzan voces críticas.
Que solo empeorará el tráfico, que qué pasará con la gente que jugaba, que mejor pavimenten las calles, que ojalá pongan más área verde, que qué chilero, que no le hagan caso a los que solo critican sin proponer nada, que sería mejor arreglar las bombas de agua y ponga una planta para las aguas servidas…
Y es que uno de los mayores problemas es el agua. El lugar aún es generoso en este recurso pero poco a poco se contamina. Apenas hace falta perforar y brota el agua. O cambiar las bombas para sacarla de los pozos ya existentes. Pero hace falta voluntad, dirían los periodistas. La verdad es que falta dinero y que no hay, contestan las autoridades. Y entonces por qué lo malgastan en la plaza, replican algunos lugareños.
Hay vecinos que pasan semanas sin recibir agua. Y hay localidades que han intentado soluciones como agruparse en asociaciones que han construido sus propios pozos. Extraen agua y la transportan hasta las casas de los asociados. Como resultado, hay chimaltecos que tienen dos chorros, dos recibos por pagar y muy pronto una Plaza Cívica que de todos modos se construirá. Sin avanzar un solo segundo, el castillo decadente solo observa.
9.
Cuando pienso en el puente de Chimaltenango, concluyo en que quizá no existiría si las cosas se hubieran planificado mejor. Desde la capital hasta Cuatro Caminos, hay algo así como ciento sesenta kilómetros, de los cuales, poco más de ciento cuarenta son de cuatro carriles. Dos en cada dirección. Algo que tiene sentido ya que hace que la circulación sea un poco más expedita. Como los carros siguen siendo los protagonistas de las carreteras y calles, esa parece una solución lógica. Pero en ese tramo, hay una sección de más o menos diez kilómetros que solo tienen dos. Son los que parten Chimaltenango, también en dos, y en los que se invierte, si todo va bien, como una hora para atravesarlos.
[Lo que es irónico es que la Calle Real, que va desde El Tejar hasta el kilómetro cincuenta y seis, y que corre paralela a la Interamericana, en algunos sectores es más ancha y en una buena parte hasta tiene cuatro carriles. Con asfalto y adoquín en un lamentable estado en el que de todas formas, se va más rápido que en hora pico sobre la Interamericana.]
Entonces de nada sirve el puente, después de todo, solo abarca como 300 metros. Las razones para que eso sea así, es sin dudas, aunque sin poder probarlo, una combinación de los intereses creados alrededor de los negocios instalados a la orilla de la carretera. Sobresalen las ventas de materiales de construcción y las ventas de carros rodados a la orilla de la carretera. Claro, en el pueblo siempre se culpó a los burdeles. Es que culpar a este tipo de negocios es muy sencillo y tentador. Con todo lo que implican, los burdeles son un buen chivo expiatorio. Alguna vez escuché que señalaban a una mujer. Yo tengo mis sospechas. Ni mujer ni nada. Solo vean el brillo metálico del cromo de los carros estacionados a la orilla.
Pienso en el día en el que finalmente el tráfico por Chimaltenango sea expedito. Seguramente no será en este camino. Las voces críticas que se alzaron durante la construcción del puente dicen que la mejor solución es un anillo periférico. Un asunto de sentido común. Lo imaginan de cuatro carriles, uno fantástico que hará que la calma en el pueblo sea casi total. El puente perderá su naturaleza de centro y frontera. Ningún foráneo, ni nada pasará ni se detendrá por acá. Cuando eso suceda, los caminos que ahora desembocan en el puente, tendrán que buscar otros cauces, pero seguirán cruzándolo sin apenas sobresaltos. A menos que lo derrumben y sea reducido a polvo, el puente será un pecio de concreto, derrelicto, olvidado y fantasmal como un viejo cuyo tiempo ya se fue y ahora busca su lugar apartado del mundo.
La suerte de Chimaltenango fue quedar a la orilla de la interamericana y que con el tiempo, la partiera en dos. Es una ciudad ordinaria que pareciera colocada ahí de forma provisional. Pero se quedó y la inercia la hizo crecer. Entonces surgieron las prisas y hubo que improvisar. Así surgieron esos rasgos accidentados que la identifican tan solo a medias. Si las cosas se hubieran planificado mejor, quizás nada de eso existiría. O muy poco. Y muy pocos se darían cuenta. Una especie de secreto familiar. El pueblo sería un lugar completamente calmo y condenado a vivir sin sobresaltos dentro de esto que a algunos ya nos parece un aburrimiento sepulcral.
Pero para el anillo periférico aún falta mucho tiempo. Medio siglo quizá.
Más de este autor