Uno de los principales argumentos que se esgrimen respecto a las reformas a la Ley Orgánica de la Superintendencia de Administración Tributaria (SAT) en relación con el secreto bancario es el inmenso temor que tienen algunas personas por la posibilidad de que sus datos bancarios sean vulnerados y caigan en manos de otras personas que puedan utilizarlos en contra de aquellas.
En principio y en apariencia, el argumento parece válido. Incluso, en aras de la defensa de nuestro derecho a la intimidad, merecería la pena apoyar cualquier intención de que los datos permanezcan en la forma en que actualmente se encuentran, pues, siguiendo la línea del argumento anterior, se encuentran bien resguardados. Nótese que ahora subrayo bien resguardados.
Sin embargo, eso no es cierto. Por lo tanto, dicho argumento carece de veracidad. Muchos hemos recibido llamadas, publicidad y ofertas de distintos servicios financieros y crediticios, entre otros, de empresas a las que nunca les hemos proporcionado nuestros datos. Entonces, ¿cómo pretendemos pensar que nuestros datos están bien resguardados si de las entidades bancarias y de sus empresas emisoras de tarjetas de crédito hacen trasferencias de datos, con lo cual violan nuestro derecho a la intimidad y aprovechan la falta de una ley que regule la protección de datos en manos de particulares?
¿Por qué no saltamos de la rabia y nos rasgamos las vestiduras cuando recibimos llamadas de dichas empresas? O, lo que es peor, quienes dicen tener ese temor no se han percatado de que muchas veces se reciben llamadas de cobros o recordatorios de pagos de otras empresas que prestan esos servicios. ¿Cómo obtuvieron los datos? ¿Qué seguridad se tiene de que esos datos no están en manos de extorsionistas, delincuentes, secuestradores, etcétera?
Las reformas que se plantean a la norma de la SAT deben entenderse como una posibilidad de fortalecer y apoyar la acción del Estado en garantizar el bien común, cumplir a cabalidad con su obligación de recaudación y tener la posibilidad de fiscalizar a todos aquellos que violan sus obligaciones con el Estado en el pago de impuestos.
No cabe la menor duda de que la SAT debe imponer todas las medidas necesarias de seguridad y de control interno y basarse en el principio de legalidad, legitimidad y proporcionalidad al momento de acceder a dichos datos personales, los cuales a todas luces entran en la denominación de sensibles. La reforma debe dirigirse a imponer a la SAT fuertes medidas sancionatorias ante cualquier vulneración al respecto. Eso no se discute y así debe ser.
Pero, a estas alturas, insistir en el argumento del temor de que los datos sean vulnerados cuando prácticamente vivimos en una cultura de ilegalidad por la millonaria transferencia de datos personales que se realiza a diario es simplemente una soberana hipocresía. Si no están de acuerdo, que no usen ese argumento y que se inventen otro. No se debe seguir abonando el ridículo.
Todo apunta a que la negativa a dicha reforma está dirigida a defender y sostener esa cultura de opacidad y ocultamiento de información que permite transgredir las obligaciones que se tienen con el Estado y que dificulta a este seguir y perseguir a quienes violan la ley.
Ciertamente no se puede garantizar que en las dependencias públicas trabajan las personas más probas e intachables y que los datos estarán perfectamente bien resguardados, pero tampoco podemos garantizar lo mismo en el sistema privado. Los últimos acontecimientos dan cuenta de eso. En última instancia, es más factible pedirle cuentas al Estado por su negligencia o incumplimiento. Intente pedirle cuentas al sector privado que maneja sus datos y verá cómo le va.
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