La primera calamidad, solo en los últimos dos años, fue cuando en 2015 no presionamos lo suficiente para que en esas condiciones no se dieran las elecciones. De ahí que, por esos raros azares del destino, por la falta de educación de un pueblo que no sabe reconocer discursos falaces, que se dejó seducir por un eslogan de «ni corrupto ni ladrón», Jimmy Morales se convirtiera en el mandatario de este país. Vaya si esto no ha sido (y es) una verdadera calamidad.
Para no irnos muy lejos en la historia (y no terminar pronunciando las palabras de aquel famoso escritor de inicios del siglo pasado, aquellas de que, «cuando la vida es un martirio, el suicidio es un deber»), me circunscribo a los últimos acontecimientos, que no son más que consecuencia de décadas de robos y de apropiaciones ilícitas de dos grandes sectores de este país: la oligarquía y sus servidores, los empleados públicos. Veamos un poco de los primeros.
¿Acaso no es una calamidad que la Fundesa, el Cacif y el resto de asociados, en su mayoría (digamos que hay algunos honestos), estén preocupados, pobrecitos, porque podrían perder sus hasta ahora bien resguardados privilegios, ganados con la promulgación de leyes espurias, pagadas para su solo beneficio, y ahora huelan cierto peligro y teman que tantas ganancias obtenidas gracias a la explotación impune puedan empezar a venírseles abajo? Si esto no nos convence, miremos la reacción de prepotencia que mostró el jueves el alcalde perpetuo, símbolo, por demás, de una patria del criollo podrida hasta el fondo. Esos están dispuestos a todo. Estemos preparados.
Observemos a los segundos: ¿acaso no es otra calamidad el descalabro que constituyen los tres poderes del Estado, tanto en su conjunto como individualmente?
El Ejecutivo es una calamidad desde la cúpula hasta sus más íntimas raíces. Ningún ministerio, ninguna secretaría, ninguna dirección funciona. Si no hay más funcionarios en la prisión esperando un juicio en su contra, no es porque no haya habido o no haya malversación de fondos, asociación ilícita, cohecho pasivo, defraudación, etcétera, sino simplemente porque en las cárceles, literalmente, no cabe ni uno ni una más. ¿Inadecuada planificación del presupuesto para prevenir desastres? Por favor. Si hubieran acertado en algo, eso sería realmente lo sorprendente. Pero ni ellos se creen cuando practican frente al espejo, antes de presentarse ante las cámaras, para ver cómo convencen de la urgente necesidad del estado de calamidad, que implica robar más dinero, perdón, invertir en carreteras.
Del Legislativo, casi podría pasar sin decir una palabra. Ni eso se merece. Salvo algunas honrosas excepciones, son los representantes de los delincuentes casi más descarados del país. Una extensión de los peores sectores de Pavón, para ser amable y con mis disculpas para quienes guardan prisión allí.
En cuanto al Judicial, parece que tampoco se salva en su conjunto. Aunque es en este sector, lo reconozco, donde hay profesionales honrados, valientes y capaces, que hacen que los guatemaltecos y las guatemaltecas comunes y corrientes todavía tengamos algo de fe en el género humano.
En medio de todo este torbellino de calamidades, también es una calamidad que nosotros, el pueblo, seamos tan llamarada de tusa, tan tibios y blandos, tan moderados en nuestras acciones y reacciones, tan acomedidos en nuestras demandas y peticiones, y que con nuestra desidia, con nuestra indecisión, con nuestra falta de unidad y con nuestra indolencia permitamos que aquellos otros sigan actuando casi casi en la total impunidad.
Así pues, por supuesto: Guatemala es y está en un estado de permanente calamidad.
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